Ningú no és immune a la imbecibilitat.



La admisión –la evidencia‒ de que el hombre nazca ignorante –imbécil, por decirlo en su registro‒ no implica que no pueda superar ese estado de naturaleza. ¡Un momento, un momento! ¡Ya sé lo que están pensando! Pero no crean que la cosa es tan fácil. Maurizio Ferraris (La imbecibilidad es cosa seria) se apresura a lanzar el cubo de agua fría antes que nos hagamos ilusiones: «la imbecilidad aqueja al ser humano también y sobre todo cuando trata de elevarse por encima del estado de naturaleza» (p. 80). Este, podríamos decir, segundo grado de imbecilidad, del que sí somos plenamente responsables, es el más característico. Ya es totalmente obra nuestra, responsabilidad nuestra. Aquí sí que necesitamos estar vigilantes. Por eso, en este estadio, el reconocimiento o, cuando menos, la sospecha de la caída en la idiocia podría equivaler a un rasgo de lucidez. Aquí viene al pelo la cita de Ortega: «Al hombre razonable (perspicaz) lo atormenta permanentemente la sospecha de ser un imbécil [...], mientras que el imbécil se siente orgulloso de sí mismo». Así, vigilantes, la «redención» –uso el término porque así lo hace el autor‒, aunque sea difícil («dudosa», dice él), es, sin embargo, «posible». Esa es su «dialéctica de la imbecilidad».
Ahora podrá entenderse con todas sus implicaciones lo que al principio se señalaba. Por lo general, no existe tanto el estúpido per se (o el gilipollas, el idiota, etc.) como la estupidez (o la idiocia, la gilipollez, etc.) como rasgo de comportamiento. Esto es, salvo casos excepcionales, no existe el imbécil, sino que imbéciles podemos ser todos, en un momento dado, cuando cometemos alguna imbecilidad. Y eso es lo que hace que ni el filósofo, ni el intelectual, ni el científico, ni el sabio, ni el genio sean inmunes a la imbecilidad, como cualquier otro mortal. Hasta podría decirse que esos «venerados maestros», dormidos en los laureles del éxito alcanzado y el agasajo público, son particularmente proclives a caer en la estupidez. Pues no cabe olvidar, además, que del mismo modo que «de lo ridículo a lo sublime solo hay un paso», puede decirse «que entre la imbecilidad y el genio no hay más que una sutil línea roja».
Rafael Núñez Florencio, Filosofía de la imbecibilidad (y II), Revista de Libros 05/04/2018

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