El mite fisicalista té el dies comptats.



La fe en la realidad única de la materia, cuyo comportamiento se expresa mediante leyes generales y universales formuladas matemáticamente, se convierte en la expresión del dominio de la física sobre el resto de las disciplinas científicas, incluidas las humanidades. Un dominio que la propia física (los imperios siempre se res- quebrajan desde dentro) empezará a poner en tela de juicio. A principios del siglo XX, Einstein formuló la teoría especial (1905) y general (1915) de la relatividad, que resolvió algunos de los problemas surgidos entre la mecánica newtoniana y el electromagnetismo. Casi al mismo tiempo se gestó la teoría cuántica, que dio cuenta de algunos fenómenos hasta el momento inexplicables mediante la mecánica clásica, tales como la dualidad onda-corpúsculo o la radiación del cuerpo negro. Esfuerzo conjunto llevado a cabo por físicos teóricos de la relevancia de Schrödinger, Heisenberg, Einstein, Pauli, Bohr, Feynman y Von Neumann, entre otros. 

Lo más notable de estas dos teorías es que reconocen de nuevo la naturaleza mental de la realidad y cuestionan algo que había planteado la filosofía de la ciencia después de Popper: la existencia de una realidad «ahí fuera», independiente de una mente que la contemple. Tanto la teoría de la relatividad como la teoría cuántica reintroducen y actualizan el viejo problema de la conciencia, que parecía zanjado con aquella distinción peregrina entre cualidades primarias y secundarias. La relatividad lo hace por su referencia al observador: la naturaleza del espacio y el tiempo no es absoluta, como había postulado Newton, sino que depende del sistema de referencia de quien observa. En la teoría de la relatividad, los kilómetros no miden todos lo mismo, y algo parecido puede decirse de las horas. En la teoría cuántica ocurre un fenómeno similar: el observador frío y distante, el llamado observador objetivo, que venía forjándose desde tiempos de Descartes, se desmorona. El experimento de laboratorio lo absorbe y no permite que su presencia quede fuera de la propia experiencia. Tanto la relatividad como la teoría cuántica parecen exigir, a través del observador, la participación de lo mental en la construcción de la realidad. Ambas apuntan a una ciencia participativa. El mito de la objetividad se ha desmoronado desde dentro. Pese a ello, la sociedad civil lleva casi un siglo haciendo oídos sordos a este cambio de paradigma que surgió de la propia física matemática. La biología ha sido una ciencia dócil, y lo mismo puede decirse de las neurociencias bajo el imperio de la física. El dominio ha sido de tal calibre que incluso filósofos, humanistas y artistas han apostado sus vidas y su fe al mito fisicalista. Y todo indica que todavía lo seguirán haciendo. 

Juan Arnau, La fuga de Dios. Las ciencias y otras narraciones, Ediciones Atalalanta, Girona 2017



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