Servitud voluntària, concepte inconcebible (Claude Lefort).



“Servidumbre voluntaria”: concepto inconcebible, forjado mediante la unión de dos palabras que repugna a la lengua, para designar un hecho político contra natura. La Boétie pregunta: o... ¿qué monstruoso vicio es ése, que no merece siquiera el nombre de cobardía, ni encuentra denominación más vil, al que la naturaleza rechaza y que la lengua se niega a nombrar?”.

La servidumbre, según suele creerse, no existe para uno más que por la voluntad de otro. El que sirve es el que no hace más que padecer: el esclavo proviene del amo. Ahora bien, éste es el hecho que esquiva la representación, el hecho que debe interrogarse: “Que tantos hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones soporten a veces a un solo tirano, que no tiene más poder que el que ellos mismos le otorgan”. ¿Cómo entender que el amo proviene del esclavo? O, mejor aún, ¿cómo entender que la relación amo-esclavo, antes de ser la de dos términos realmente separados, sea inherente al súbdito mismo –pero, ¿puede decirse súbdito?–, al mismo agente –pero, ¿puede decirse agente?–. ¿Cómo entender que el súbdito, el agente se desdobla, se opone a sí mismo, se instituye suprimiéndose? Es imposible contentarse con invertir una fórmula para colocar al esclavo antes que al amo, pues, al hacer esta inversión, la exterioridad de los términos se desvanece. Por supuesto, vuelve a producirse: una vez instalado, el tirano detenta la voluntad y el poder de someter. Pero no se convierte en amo porque quiere, sino que pasa a serlo al ocupar un lugar que ya está dispuesto, al responder a una petición ya formulada por aquellos y en aquellos a quienes domina: el pueblo. Antes de que el amo esté implícito en el esclavo y que uno avance con el traje del tirano y el otro con el del siervo, una sola voluntad se desgarra. ¿Antes? No, sin duda, en un primer momento, cuando se pronunciaría la abdicación de la voluntad; pues, crearlo se-ría restablecer, por una vía nueva, la separación de la voluntad y la servidumbre y, por difícil que sea concebirlo, precipitar el drama en un simple acontecimiento. Más bien hay que admitir que, en cada momento de su reino, la tiranía se engendra en la voluntad de servir. Y preguntarnos por qué los hombres soportan “a un solo tirano, que no tiene más poder que el que ellos mismos le otorgan y que no tiene más poder para hacerles daño que el que quieran soportar...”.

¿Cuál es ese don continuo del poder que no pide nada a cambio, sino el mando de un ser “inhumano y salvaje”? ¿De dónde proviene, no ya el consentimiento de la dominación, pues sería suponerla ya establecida, sino la obstinada voluntad de producirla? Quizá tendiéramos a desprendernos de la relación amo-esclavo para investigar su origen y para poder imaginar un primer combate, en el que unos preferirían la servidumbre a la muerte y los otros asumirían el riesgo a costa de su vida. Pero la reminiscencia hegeliana nos extravía. La Boétie, en cambio, no permite desprenderse tan fácilmente de la cuestión: “...todo ese desastre, esa desgracia, esa ruina os viene, no de los enemigos, sino del enemigo del mismo a quien otorgáis el poder de aquél, por quien os lanzáis con tanto riesgo a la guerra y por cuya grandeza no os negáis a dar vuestras vidas”. El amo no es, pues, la muerte y el resorte de la servidumbre, no es el miedo primordial. Esa extraña voluntad es tal –o digámoslo con una palabra que ha adquirido para nosotros otra resonancia–, ese extraño deseo de servidumbre es tal que lleva a ignorar la prueba última. “¿Qué monstruoso vicio es ése, que no merece siquiera el nombre de cobardía?”.

Claude Lefort, El nombre de uno, La Plata: Terramar, Buenos Aires 2008

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