Una mare de filferro.

Harry Harlow
Nuestro cerebro está precableado para vivir en sociedad. En ese sentido, el egoísmo o la maldad no resultan evolutivamente eficaces (a no ser que el entorno particular sí que lo favorezca). Eso no significa que el ser humano sea cooperante con el prójimo en el sentido más ‘flower power’ sino que, en caso de poderse evitar, no presentará sed de sangre. Algo que también sucede con otros homínidos.

La violencia no es como el hambre, el sexo o la necesidad de dormir. Constituye una respuesta de nuestro cerebro en función del entorno social. En la literatura científica, el primer indicio de que esto parece ser así se produjo en 1958, en un experimento de laboratorio llevado a cabo por el psicólogo Harry Harlow en la Universidad de Wisconsin.

Harlow experimentaba con las respuestas afectivas de crías de monos: a unas les construyeron una madre sustituta hecha de una pieza de madera forrada de gomasespuma con una funda de felpa, detrás de la cual una bombilla irradiaba un ligero calor. La otra madre sustituta estaba hecha de alambre y se calentaba con calor radiante.

Ambas madres de mentira secretaban leche, pero la mayoría de las crías de mono preferían acurrucarse contra la madre de felpa, no la de alambre. Pero lo más sorprendente vino cuando la madre de felpa dejó de secretar leche: las crías continuaron aferrándose a ella, y se negaron a recorrer la poca distancia que había hasta la otra madre de alambre para alimentarse. Hasta el punto de que estuvieron a punto de morir de inanición. Harlow escribió lo siguiente en American Psychologist, la revista que publicó su investigación: “Con la edad y la oportunidad de aprender, los sujetos que estaban con la madre lactante de alambre respondían cada vez menos a ella y a respondía cada vez más a la madre de felpa no lactante (…). La función principal de los cuidados como variable afectiva es garantizar un contacto corporal íntimo y frecuente de la cría con la madre. Sin duda, no sólo de leche vive el hombre”.

Tal y como abunda Jeremy Rifkin en su libro La civilización empática: “¿Qué nos dice esto de la naturaleza humana? ¿Es posible que esta naturaleza, en lugar de ser intrínsecamente malvada, interesada y materialista, sea empática, y que todos los demás impulsos o instintos que hemos considerados primarios (agresividad, violencia, egoísmo, codicia) sean impulsos secundarios que surgen de la represión o la negación de nuestro instinto más básico?”

Los seres humanos son seres sociales que, desde el principio, persiguen la compañía y la relación con los demás, como han demostrado numerosos experimentos sobre niños en hospicios que apenas tuvieron contacto con sus cuidadores, y que presentaron unos elevados niveles de depresión y hasta un alto índice de mortalidad. Algo que se subsanó cuando los psicólogos exigieron un cambio en los cuidados infantiles en la década de 1940, aconsejando a las enfermeras que tomaran a los niños en brazos para acunarlos, acariciarlos, consolarlos y darles una sensación de contacto íntimo.

El ser humano, pues, es un animal proclive a la socialización, la cooperación, la empatía. Lo contrario es ir en contra de nuestra naturaleza. Deberíamos tenerlo en cuenta a la hora de poner en marcha cualquier política.

Segio Parra, La respuesta afectiva frente a un muñeco de alambre, La columnata, 26/05/2014

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