A favor de la sàtira.


Fobia a las fobias
Por Fernando Savater

Empecemos por descartar un tópico bobo y falso: "Todas las opiniones son respetables". Pues no, ni mucho menos. Todas las personas deben ser respetadas, eso sí, sean cuales fueren sus opiniones. Si alguien sostiene que dos y dos son cinco, no por ello debe ser encarcelado, ni ejecutado en la plaza pública (tampoco recomendado como profesor de aritmética). Pero su opinión puede y debe ser refutada, rechazada y, si viene al caso, ridiculizada. Las opiniones o creencias no son propiedad intangible de cada cual, porque en cuanto se expresan pueden y deben ser discutidas (etimológicamente, zarandeadas como quien tira de un arbusto para comprobar la solidez de sus raíces). Todo el progreso intelectual humano viene de la discusión de opiniones santificadas por la costumbre o la superstición. En las democracias, el precio que pagamos por poder expresar sin tapujos nuestras opiniones y creencias es el riesgo de verlas puestas en solfa por otros. Nadie tiene derecho a decir que, quien lo hace, le "hiere" en su fe o en lo más íntimo. Hay que aceptar la diferencia entre nuestra integridad física o nuestras posesiones materiales y las ideas que profesamos. Quien no las comparte o las toma a chufla no nos está atacando como si nos apuñalase. Al contrario, al desmentirnos es guardián de nuestra cordura, porque nos obliga a distinguir entre lo que pensamos y lo que somos. Por lo demás, recordemos a Thomas Jefferson, cuando decía, más o menos, "si mi vecino no roba mi bolsa o quiebra mi pierna, me da igual que crea en un dios, en tres o en ninguno".

Se ha puesto de moda que quienes detestan ver sus opiniones ridiculizadas o discutidas lo atribuyan a una "fobia" contra ellos. Llamarla así es una forma de convertir cualquier animadversión, por razonada que esté, en una especie de enfermedad o plaga social. Pero, como queda dicho, la fobia consiste en perseguir con saña a personas, no en rechazar o zarandear creencias y costumbres. Lo curioso es que la apelación a las "fobias" es selectiva: no he oído hablar de "nazifobia" para descalificar a quienes detestamos a los nazis, ni de "lepenfobia" para los que no quieren manifestarse por París con Marine Le Pen y sus huestes (actitud por cierto que me parece más fóbica que democráticamente razonable). Pues bien, no es fobia antisemita oponerse a la política de Israel en Gaza, ni fobia anticatalana cuestionar las manipulaciones de los nacionalistas en Cataluña, ni fobia antivasca denunciar a ETA y sus servicios auxiliares. También sobran argumentos contra la teoría y práctica del islam, lo mismo que no faltan contra el catolicismo. Si no hubiera sido por los adversarios que no respetaron las creencias religiosas, seguiría habiendo aún sacrificios humanos. Los semilistillos que se encrespan si se invoca un "derecho a la blasfemia" quieren un Occidente sin Voltaire o Nietzsche y comprenden que se quemase a Giordano Bruno. Si un particular o una institución se sienten calumniados, insultados o difamados harán bien en acudir a defender su causa ante los tribunales. Pero, por favor, sin atribuir fobias a quienes les llevan la contraria, a modo de coraza que les dispense de argumentar.

Fernando Savater es filósofo y escritor. premios Nacional de Ensayo, Anagrama y Planeta.


El asalto de la vida
Por Víctor S. Navaski

En treinta años como director en The Nation, solo una vez los redactores se sublevaron y presentaron una petición oponiéndose a la publicación de algo. Ese algo era una viñeta. Su enfado, aquel febrero de 1984, se debía a que consideraban que el dibujo era políticamente incorrecto. Daba igual que el autor fuese David Levine o que su dibujo de Kissinger —sobre una mujer con un globo terráqueo como cabeza— fuera una impactante obra de arte. De hecho, ese era el problema. Hicimos una asamblea y al final se publicó.

¿Es la sátira una herramienta que puede seriamente denunciar cuestiones sociales? Para contestar a esto uno buscaría un crítico literario o de arte y a un sociólogo especializado. Sin embargo, reyes, tiranos y burócratas (de regímenes democráticos o no) han respondido a lo largo de los años censurando, demandando, encarcelando, asesinando y haciendo todo lo posible para dinamitar el comentario visual provocador. Los matones que asesinaron al editor y los dibujantes de Charlie Hebdo son solo el ejemplo más reciente. En 1832, el gran artista francés Honore Daumier y su editor Charles Phillipon fueron encarcelados por el rey Luis Felipe.Daumier, por dibujar al monarca con forma de pera sentado en un trono-inodoro, devorando la comida de los pobres mientras defecaba riqueza para los nobles; y Phillipon, por la descripción del rey metamorfoseándose en una pera (“Le Poire”, como empezó a ser conocido, un término que en francés significa cabeza hueca).

En el siglo XX, el dibujante más respetado del mundo árabe, Naji al Alí, recibió un tiro en la cabeza mientras caminaba por Londres hacia la redacción de Al-Qabas, el diario kuwaití donde trabajaba. El pistolero nunca fue capturado, y aún se debate si los asesinos eran miembros de la OLP contrariados por sus burlas de Arafat o del Mosad ofendidos por su condena de la brutalidad del Ejército israelí. Y en este siglo, en 2005, cuando un periódico danés publicó una docena de caricaturas de Mahoma, cientos de miles de musulmanes de todo el mundo salieron a las calles en señal de protesta; más de 100 personas murieron y otras 500 resultaron heridas.

Así que la pregunta no es si las viñetas satíricas —que a menudo se consideran bobas e inofensivas— tienen este poder, que sí lo tienen, sino por qué. Mi teoría es que una de las razones por las que quienes son caricaturizados (o quienes se identifican con ellos) se enfurecen es porque por definición las caricaturas son exageradas, injustas y, sin embargo, no hay manera de darles réplica. Si a uno no le gusta un editorial, siempre puede escribir una carta al director, pero no existe una “viñeta al director”. La frustración de no poder contestar puede producir un sentimiento de impotencia. Además, pueden quedar flotando la persistente sospecha o el miedo de que el dibujante ha revelado una verdad fea; que ha trazado la esencia verdadera de algo o alguien. Por no mencionar que una viñeta es vista por muchos a la vez, con la consiguiente humillación pública. Superficialmente la sátira puede parecer inofensiva, pero, como observó Mark Twain, “nada se sostiene contra el asalto de la risa”.

Victor S. Navasky, director emérito del semanario político TheNation, es autor de The Art of Controversy. Political Cartoons and their Enduring Power (2013).

Babelia. El País, 16/01/2015

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