Del copyright al copyleft i les seves conseqüències socials.

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Imagínese una larga cola frente al INEM. Seguramente muchas de esas personas hoy en paro tenían hasta hace poco empleos relacionados directa o indirectamente con el sector inmobiliario: peones de obra, administrativos, agentes comerciales, pero también vendedores de muebles y electrodomésticos, albañiles dedicados a las reformas o arquitectos. De repente, un pequeño grupo de informáticos, abogados y profesores de universidad se colocan en la acera de enfrente con un megáfono y empiezan a burlarse de los parados. Les responsabilizan de su situación por formar parte de una industria moribunda y no haber sido capaces de amoldarse a las dinámicas económicas emergentes. Les acusan de haber acaparado subvenciones estatales y haber participado en la creación de la burbuja inmobiliaria. Les echan en cara su escasa capacidad de adaptación a los nuevos tiempos, a oleadas históricas arrolladoras que hay que aprender a surfear y que sería ingenuo y pernicioso intentar detener. Los de izquierdas les recordarán su complicidad con la financiarización capitalista. Los de derechas les reprocharán haber perjudicado a los consumidores con sus prácticas monopolistas.

Es una escena inimaginable, claro. Y, sin embargo, en esos parámetros se han movido muchos de los discursos que han proliferado en torno a los problemas de la propiedad intelectual, especialmente algunos de los más críticos. Lo mejor que muchos de los que cuestionan o atacan el modelo dominante del copyright han tenido que decirles a los libreros, camarógrafos, empleados de tiendas de discos, taquilleros, guionistas, acomodadores, ingenieros de sonido, actores, músicos, vendedores de palomitas, escritores, directores de fotografía, roadies, periodistas… es que monten una campaña de crowdfunding y ajusten las velas a los nuevos vientos de cambio.

Los problemas relacionados con la subsistencia material de esas personas o de la financiación de los proyectos en los que participan han quedado completamente perciclitados por las cuestiones jurídicas y tecnológicas. Apenas se ha debatido acerca de la salarización o remuneración en el campo artístico y cultural, del descenso de la financiación pública en los últimos años o de las relaciones entre el Estado y las empresas en esos ámbitos. A tenor de las discusiones recientes sobre el copyright, lo único que parece relevante es que hay tecnologías que permiten compartir contenidos e instrumentos jurídicos para blindar esa posibilidad. Es decir, se reduce todo a un problema técnico aparentemente neutro que sombrea los dilemas políticos subyacentes. El modo en que se producirán esos contenidos y se remunerará (o no) a los productores, o la relación de poder entre las grandes empresas del copyright y sus trabajadores parece no importarle a nadie. Como si los intereses de un inmigrante ilegal que trabaja como mozo de almacén en la Warner fueran los mismos que los de los accionistas de la compañía. (...)

Si hace dos o tres décadas alguien nos hubiera pedido alguna opinión, por vaga que fuera, sobre la propiedad intelectual le hubiéramos tildado de pervertido (¿legalofilia?) y le hubiéramos mandado a empollar algún compendio de derecho mercantil. Se trataba de temas áridos y técnicos sólo aptos para picapleitos ocupados con jurisdicción secundaria y casos menores de comercio que apenas nos afectaban. Tal vez le hubiéramos recomendado lecturas relacionadas con la ecología, el feminismo o el pacifismo, mucho más cercanas a la agenda política del momento.

A día de hoy el panorama ha cambiado drásticamente. Las discusiones sobre la propiedad intelectual han adquirido una centralidad política incuestionable. La mochila y el vocabulario del militante del siglo XXI están llenos de referencias al copyright, a los derechos de autor o a las patentes. Este giro no ha sido accidental y está perfectamente justificado. Es una respuesta a la ofensiva neoliberal que ha impulsado un proceso de privatización violento y generalizado. La intensificación de la acumulación por cercado legal, del paradigma del individualismo posesivo y de las prácticas empresariales acaparadoras han otorgado a la propiedad intelectual un papel protagonista en nuestro presente globalizado. De Colombia a Indonesia, de Etiopía a Canadá, una avalancha de mecanismos jurídicos, tratados internacionales y regulaciones apropiacionistas van delimitando nuestra relación con la cultura, el trabajo o la naturaleza.

Este proceso, sin embargo, no ha surgido de la chistera de algún miembro de la Escuela de Chicago. Es la conclusión de una historia larga, conflictiva y a menudo contradictoria. Muchos debates actuales entorno a las propiedad intelectual están contaminados por sobredosis de romanticismo idealista. El campo de lo que se puede discutir está delimitado por una serie de figuras mitológicas –el pirata, el mantero, el autor, las discográficas y las editoriales, los gorrones…–que impiden cuestionar esos escenarios constituidos. De nuevo, este ensayo desmonta esas precompensiones. La historia de la propiedad intelectual no es lineal, está repleta de procesos y personajes ambivalentes y de consecuencias no esperadas de decisiones contingentes.

Muchos de los más firmes críticos de la propiedad intelectual han caído en una especie de trampa naturalista y han otorgado a los dispositivos legales un valor excesivo. Como si al revertir su sentido jurídico –de copyright a copyleft- quedara garantizado un cambio social radical. Como si las licencias pudieran cambiar el mundo y resolver de un plumazo cuestiones políticas centrales. El movimiento de conocimiento abierto ha concedido demasiado al capitalismo, ha aceptado un corpus intelectual heredado que prestaba escasa atención al contexto económico, social o político. Muchas de las críticas a la gestión privativa del arte y cultura se han enfangado en procedimientos y mecanismos formales y han desatendido las cuestiones relacionadas con las decisiones éticas y políticas sustantivas.

Por eso, muy pocas alternativas a la propiedad intelectual convencional han integrado en sus proyectos alguna clase de crítica del mercado de trabajo, una redefinición de la categoría de trabajador intelectual, una solución viable para las tareas de mediación, formas de retribución justa de actividades artístico-culturales o, incluso, alguna clase de complicidad con proyectos políticos antagonistas más amplios. La opción mayoritaria ha sido dejar esas cuestiones abandonadas a la espontaneidad de la red, como antes el liberalismo propuso abandonarlas a la espontaneidad del mercado. La confianza en que algún mecanismo impersonal cooperativo –la mano invisible de Internet– proveería de soluciones a los dilemas políticos de fondo ha lastrado, al menos en parte, la potencia progresista de estos movimientos.(...)
 
César Rendueles y Igor Sádaba, Prólogo de "Por qué Marx no habló de copyright? La propiedad intelectual y sus revoluciones de David Arístegui, Enclave Libros, Madrid 2014

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