Educant l'inconscient i la creativitat (José Antonio Marina).


Larra contaba en un divertido artículo que un amigo suyo había venido de París con la noticia de que Dios no existía, «cosa que allí se sabe de muy buena tinta». De Francia también nos vino la idea de que la esencia de nuestra vida mental era la «consciencia». «Pienso, luego existo», fue el lema de la filosofía moderna. Por eso, Sartre pudo decir «como soy francés, odio el psicoanálisis». Pensaba que lo inconsciente era una idea «característica del irracionalismo alemán». Al final, el racionalismo francés, basado en las «ideas claras y distintas» tuvo que aceptar la existencia del inconsciente.

Por uno de esos avatares que hacen de la historia de las ideas una novela de aventuras, fue un matemático quien intuyó la existencia de un «nuevo inconsciente». Un inconsciente no freudiano, que no tiene nada que ver con el psicoanálisis. Me refiero a Henri Poincaré. Contó que había trabajado infructuosamente en la resolución de las funciones fuchsianas, y que deseando descansar se fue de excursión. En el momento de subir al autobús, apareció en su consciencia la solución que inútilmente había buscado. El hecho le intrigó. Cuando había dejado de trabajar sobre ese asunto, no sabía la solución. Ahora aparecía espontáneamente en su cabeza. ¿Quién la había pensado? Llegó a la conclusión de que era el inconsciente quien lo había hecho. Hilvanó una teoría que ha tenido larga pervivencia. Según ella, el trabajo matemático recorre tres etapas: (1) El análisis consciente, (2) El periodo de incubación inconsciente, (3) La emergencia a la consciencia del producto de esa actividad inconsciente.

Según Jacques Hadamard, matemático que sucedió a Poincaré en la Academia de Ciencias, éste era capaz de observar «pasivamente, como desde el exterior, la evolución de las propias ideas subconscientes». Aunque no sean tan geniales, cualquiera de nosotros puede asistir pasivamente a la aparición de sus ocurrencias. Basta con que intenten no pensar en nada y estar pendientes de lo que sucede entonces. Muchos otros matemáticos relatan experiencias parecidas. Gauss, el mayor genio matemático de la Historia, contó en una carta su descubrimiento de un complejo teorema de la teoría de números: «Hace dos días, lo logré, no por mis penosos esfuerzos, sino por la gracia de Dios. Como tras un repentino resplandor de relámpago, el enigma apareció resuelto. Yo mismo no puedo decir cuál fue el hilo conductor que conectó lo que yo sabía previamente con lo que hizo mi éxito posible». Hamilton describió así su descubrimiento de los cuaternios: «Vinieron a la vida completamente maduros, el 16 de octubre de 1843, cuando paseaba con la señora Hamilton hacia Dublín, al llega al puente de Brougham. Allí saltaron en mi interior como chispas las ecuaciones que buscaba».

Y el gran matemático Godfrey Hardy cuenta el caso paradigmático de su colaborador, Srivanara Ramanujan, quien formulaba teoremas acertados sin saber cómo llegaba a ellos. Decía que se los había comunicado la diosa Namagiri. Casi todas las teorías -antiguas y modernas- sobre la creatividad han admitido una fuente no consciente de las ocurrencias. Da igual que haya sido la «inspiración» -la theia mania de Platón-, el sueño de Coleridge -cuando se le apareció entero el poema Kubla Kahn-, o el concepto de «incubación» acuñado por Poincaré y sistematizado por Wallas. Todos dicen que la inteligencia creadora trabaja fuera de la consciencia, que las primeras ocurrencias emergen inesperadamente y que el creador sólo puede trabajar sobre ellas, una vez que han aparecido.

Paul Valèry, que analizó minuciosamente la actividad creadora, escribió: «El primer verso lo proporciona la Musa. Entonces, debemos hacer que los siguientes estén a su altura». Esto es admirable. Parece que dentro de nosotros tenemos una fuente de ocurrencias que son, sin duda, nuestras, pero cuya aparición nos sorprende. Arthur Rimbaud lo expresó con la contundencia que tiene la poesía: «Je est un autre», escribió a Paul Demeny. Estaba haciendo una afirmación biográfica. El poeta no domina lo que se expresa en él. Rimbaud sigue diciendo: «Asisto a la eclosión de mi pensamiento: lo miro, lo escucho...» Algo parecido le sucedía a Poincaré. Estas ocurrencias no son siempre oportunas. A veces, el sujeto querría bloquearlas. Según Patanjali, el padre del yoga, el objetivo de estas técnicas era bloquear la aparición continua de ideas, deseos, imágenes. Vaciar la corriente de la consciencia.

Algo semejante hubiera deseado san Bernardo, tal vez el mejor escritor del siglo XII, cuando se quejaba: «Cada día y cada noche leemos y cantamos las palabras de los profetas y de los evangelios. ¿De dónde saltan tantos pensamientos vanos, nocivos, obscenos, que nos torturan por la impureza, el orgullo, la ambición y por cualesquiera otras pasiones, hasta el punto de que apenas podemos respirar en la serenidad de sublimes consideraciones?¡Qué desgraciados somos a causa de la tibieza de nuestro corazón!». Durante mucho tiempo se ha culpado a la imaginación de esta proliferación de pensamientos e imágenes, considerándola «la loca de la casa», cuando gran parte de nuestra maquinaria cerebral era responsable.

Ahora empezamos a descubrir los secretos de ese incansable laboreo no consciente. Sabemos que hay percepciones, emociones, razonamientos, decisiones inconscientes. Joaquin Fuster, uno de los grandes neurólogos actuales, acaba de hacer una afirmación paradójica: «La libertad para actuar, y sobre cómo actuar, está potenciada por el conocimiento inconsciente». David Eagleman, en su libro Incógnito (Anagrama), afirma que hemos presenciado el «destronamiento de la mente consciente». Creo que no es cierto. Al contrario. Creo que comenzamos a entronizarla, porque al conocer lo que ocurre por debajo del nivel de la consciencia, podemos conseguir que trabaje mejor. El tema de este artículo se vuelve así sorprendente: el inconsciente puede ser educado. Más aún, toda verdadera educación consiste en eso. Estamos, pues, en las antípodas de Freud. El inconsciente ha dejado de ser una instancia que nos maneja desde la oscuridad, para ser un motor que podemos perfeccionar aplicando la misma energía que produce. Es lo que he llamado «el bucle prodigioso».

Recuerdo mi extrañeza la primera vez que desde mi educación cartesiana leí sobre la educación del inconsciente. Fue en un libro de D.T. Suzuki, uno de los introductores del budismo zen en Occidente. Hablaba del «inconsciente adiestrado mediante el entrenamiento». Lo ejemplificaba con el manejo de la espada, un arte muy valorado en Japón. «Tan pronto como toma su espada, su destreza técnica, junto con su conciencia de toda la situación, retroceden a un segundo plano, y su inconsciente adiestrado empieza a desempeñar su parte. El espadachín no debe pensar en su oponente ni en sí mismo, ni en los movimientos de la espada de su enemigo. Simplemente debe estar ahí, con su espada, la cual, olvidando toda técnica, está lista a seguir sólo los dictados del inconsciente. El funcionamiento del inconsciente es en muchos casos simplemente milagroso».

Para Suzuki, el inconsciente es la sedimentación del entrenamiento consciente. Lo mismo piensa la mayoría de los neurólogos. Aprender a conducir, por ejemplo, es convertir en automáticos procedimientos que previamente tenemos que realizar atentamente. Lo peculiar de la inteligencia humana es su capacidad de «construir el inconsciente» y su capacidad de utilizarlo después conscientemente. Hace ya 40 años que Paul Rozin afirmó que el gran paso en la evolución de la inteligencia fue la capacidad de «llevar a la conciencia el conocimiento ya presente en la mente humana, pero ubicado en la inconsciencia cognitiva». Y el gran matemático y filósofo Alfred North Whitehead escribió: «La civilización avanza ampliando el número de operaciones importantes que podemos hacer sin pensar en ellas».

Ya podemos hablar del «nuevo inconsciente». Con este nombre se designa un hecho conocido por todos los neurólogos. No conocemos las operaciones que hace nuestro cerebro, sino sólo aquella mínima cantidad de sus productos que pasan a estado consciente.

Podemos dar un paso más. ¿Qué constituye ese inconsciente neuronal? Sabemos algunas cosas: guarda conocimientos y procedimientos para elaborarlos o para captar otros nuevos. Para designar estas estructuras de nuestro cerebro, la neurociencia cognitiva ha inventado un concepto: «esquemas generadores». Hay esquemas de muchos tipos. Por ejemplo, musculares. Mediante un largo entrenamiento, un tenista va adquiriendo esquemas musculares adecuados para sacar o para restar. El conjunto de esquemas de que dispone y su capacidad para poner en acción uno u otro, constituyen su talento como jugador. Su memoria muscular ha olvidado cada una de la veces que realizó el movimiento, pero gracias a ellos ha ido elaborando un esquema al que podemos llamar «abstracto» porque ha sido «abstraído» de un gran numero de movimientos concretos. Un procedimiento semejante funciona en los esquemas intelectuales y emocionales. El lenguaje es un ejemplo claro. Cuando aprendemos una lengua, aprendemos una serie de esquemas sintácticos o semánticos capaces de producir nuevos productos lingüísticos. Fue el descubrimiento principal de Chomsky: las estructuras generativas.

Las emociones proceden también de la acción de «esquemas emocionales». Toda emoción responde a un proceso análogo: un suceso es interpretado por un esquema emocional y produce una emoción. Ese esquema está formado por estructuras neuronales y también por recuerdos, creencias, expectativas. Cuando la psicoterapia, por ejemplo, pretende cambiar un modo de responder emocionalmente, lo hace ayudando a cambiar el esquema.

La nueva teoría del inconsciente nos permite de paso comprender el papel de la consciencia. Los neurocientíficos Francis Crick y Christof Koch se preguntaron. «¿Por qué nuestros cerebro no consiste simplemente en una serie de sistemas zombis (esquemas) especializados?». En otras palabras, ¿por qué tenemos conciencia de las cosas? Ambos investigadores creen que la conciencia existe para controlar los sistemas automatizados (no conscientes) y para distribuir el control sobre ellos. Un sistema de rutinas automatizadas que alcanza cierto nivel de complejidad exige un mecanismo de alto nivel que permita que las partes se comuniquen, administre los recursos y asigne el control.

En La creación literaria, Alvaro Pombo y yo hemos descrito cómo el aprendizaje de la creación consiste en el adiestramiento del propio inconsciente. Rilke habló de ello en las Cartas a un joven poeta. Ahora sabemos que se trata de la formación de la memoria y de la adquisición de esos esquemas no conscientes. Ellos producen las primeras ocurrencias, que luego el autor amplia, precisa, combina, apelando de nuevo a la memoria. Pondré como ejemplo la creación de un verso. Los «esquemas poéticos» de Aldous Huxley le hicieron interesarse por el centelleo de los ojos de un animal cuando, en la oscuridad, son iluminados por los faros de un coche. A partir de ese momento comenzó una serie de tanteos para ver el modo de expresar mejor esa ocurrencia. Primera versión: Calling up the momentary gleam (Evocando el destello momentáneo). Segunda versión: Calling up the startled glam / of momentary eyes and passing wing (Evocando el destello asustado de ojos momentáneos y alas que se cruzan). Tercera versión: Calling into life the gleam/ of momentary wing and startled eye (Haciendo vivir el destello del ala momentánea y el ojo asustado). Versión definitiva: Calling up from nothingness/ Startled wing and momentary eye (Evocando de la nada el ala asustada y el ojo momentáneo).

No exagero al decir que estamos ante una revolución de nuestros conceptos de educación y de aprendizaje. Espero que los aprovechemos bien.

José Antonio Marina, La revolución del inconsciente, El Mundo, 25/06/2014

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