Carrers nets.

La calle siempre ha intranquilizado al poder. Ese amontonamiento de vidas y acontecimientos que transcurre ahí fuera conforma una realidad de la que nunca se sabe qué cabe esperar. De ordinario, porque siempre está a punto de ocurrir cualquier cosa y todo transeúnte es una potencial amenaza, y, en ciertas ocasiones excepcionales, porque esos viandantes pueden establecer súbitas coaliciones entre ellos y convertirse en masas que pasan rápidamente de la fiesta a la revuelta. Ese es el espacio de las escapadas y las deserciones; la escuela en que todos aprendimos lo que de veras importa; el lugar al que se sale cuando se sale y en el que conocimos la amistad, el amor y la libertad; ese universo de extraños familiares en que, como Virgina Woolf hacía decir a la Señora Dalowey, "las cosas se juntan". 

Es esa potencialidad para convertirse en marco de y para todo tipo de desacatos y emancipaciones lo que explica que no haya autoridad que no padezca de una forma u otra de agorafobia. Las concepciones políticas y urbanísticas más autoritarias han expresado, tanto en leyes como en proyectos, su desconfianza hacia ella y su voluntad de someterla a control. Esa obsesión por desactivar la calle ha generado espacios asépticos hipervigilados en los que toda expresión de espontaneidad es rápidamente neutralizada —centros comerciales, núcleos de ocio en las periferias urbanas, calles peatonales consagradas al consumo—, ha generado grandes manzanas cerradas y exclusivas, ha inventado barrios enteros sin vida de barrio, ha eliminado los balcones exteriores de las fachadas, pero sobre todo ha llenado las calles de coches. Todo ello ha expulsado a la gente de lo que había sido su espacio natural para el encuentro y la ha acuartelado en sus casas, en espacios privatizados o en pseudocalles debidamente monitorizadas. 

Para administradores y urbanistas siempre fue prioritario mantener limpias la calles, no solo de basura material, sino también de "basura" humana, es decir de aquellos detritus que la sociedad expulsaba a sus márgenes o excluía. Se trataba de mantener a ralla a los descontentos y borrar la presencia de pobres o desgraciados que pudieran intranquilizar o asustar a las gentes "de orden", las únicas con derecho a gozar de los espacios colectivos de la ciudad. En eso consistieron las diferentes iniciativas de "higiene" y "seguridad" destinadas a exorcizar la calle como fuente de inquietud social y de ahí la apertura de espacios urbanos fiscalizables —de los grandes bulevares del siglo XIX a nuestras hipnóticas plazas duras— o la promulgación de todo tipo de legislaciones llamadas de "orden público" o de "vagos y maleantes". 

Esa vieja fobia a la calle conoce ahora una nueva etapa. No hay transformación de barrios que fueron populares, reciclaje de antiguos terrenos industriales, generación de parques temáticos para el turismo..., que no venga arropada de lo que ya no son calles o plazas, sino lo que se da en llamar "espacios públicos de calidad", encargados a arquitectos famosos y con su acompañamiento de mobiliario de diseño y de monumentos de prestigio. Ahora, además, se hace preciso ese nuevo discurso que invoca grandes principios de "civismo" y "ciudadanía", en nombre de los cuales se promulgan todo tipo de normativas cívicas destinadas a combatir no a la pobreza, sino directamente a los pobres.

Ese nuevo lenguaje concuerda con una nueva realidad que afecta a lo que los tecnócratas de la ciudad llaman "huecos urbanos". Ya no se trata ahora de mantener el orden y la paz a base de "higienizar" las calles; se trata de venderlas. Toda iniciativa urbanística actual —en realidad mera operación inmobiliaria— requiere ir acompañada del correspondiente espacio público tranquilo, previsible, sin conflictos, bien diseñado, pensado para inquilinos, compradores, consumidores o turistas de clase media-alta. Esas ciudades en venta requieren que la miseria y la rabia queden fuera de la visión del comprador, como si afearan un producto de escaparate en que no caben mendigos, prostitutas ni disidentes. Se trata de generar un páramo amable y feliz de gente limpia, sonriente, que entiende el civismo como un mero conjunto de pequeños protocolos virtuosos ­—no tirar papeles, no pisar las plantas, saludar al vecino y circular en bicicleta con cara alelada. Objetivo final: calles solo para gente solvente, esa gente a la que hay que proteger como sea de una realidad urbana tantas veces hecha de sufrimiento y de lucha.

Manuel Delgado, Limpiar la calle, El periódico de Catalunya, 02/03/2014

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