Prats de Molló i el final de la república espanyola.

 
A finales de enero de 1939 Thomas Faitg, un joven francés de dieciocho años, que trabajaba como secretario de la alcaldía de Prats de Molló, empezó a llevar un registro, por escrito, del éxodo republicano que cruzaba el Pirineo y llegaba a ese apacible pueblo del sur de Francia. El registro del joven Faitg tiene poco que ver con los documentos legales que suele producir una alcaldía; se trata de una crónica, con ambiciones literarias, que hoy se lee como un fresco del éxodo republicano que tuvo lugar hace exactamente setenta y cinco años.

Este documento permaneció dormido en el archivo de la alcaldía de Prats de Molló hasta que el diario Le Monde publicó un artículo, en 1999, en el que revelaba su existencia y hacía notar la calidad de la prosa del secretario. Diez años más tarde la editorial La Magrana lo publicó con el título de El document de Prats.

El título original del documento es rotundo y en francés, Fin de la Revolution espagnole, e ilustra la intención con la que fue escrito: dejar testimonio de los acontecimientos que desde finales de enero de 1939, hasta mediados de marzo, transformaron radicalmente la vida cotidiana del pueblo. Por fortuna Thomas Faitg tenía un talento literario que dejó volar en ese informe que, con otra pluma, hubiera sido un vulgar documento legal.

Prats de Molló era un pueblo de dos mil habitantes que recibió, durante febrero de 1939, entre 90.000 y 100.000 refugiados españoles; además, muchos de ellos llevaban carretas completas llenas de enseres y, sobre todo, vacas, burros, caballos y cabras que sumaban, según los cálculos de la alcaldía, entre 15.000 y 25.000 cabezas. El alcalde de Prats de Molló asumió el compromiso de hacerse cargo de toda aquella gente que llegaba en un estado desastroso, después de caminar durante semanas, huyendo del avance de la tropas franquistas, y sin haber probado alimento en muchos días.

El entusiasmo, y la solidaridad, del alcalde, pronto contagió a los vecinos del pueblo que, como primera medida, fueron a requisar todo el heno y la paja que había en las granjas de alrededor, para acondicionarles un sitio fijo a los animales, porque tener esa gigantesca manada suelta, deambulando por las calles del pueblo, complicaba la tarea de alimentar y vestir y, eventualmente, hospedar a toda la gente que iba llegando.

El 6 de febrero, nos cuenta el secretario Faitg, comienzan a llegar centenares de republicanos heridos, por una carretera que se había trazado a toda prisa con el fin de sacarlos de España antes de que llegara el ejército franquista a la frontera. Los heridos llegaban al pueblo como podían, ayudándose unos a otros, formaban una tropa lastimosa y miserable que provocaron en el autor del documento este comentario: “Es posible que en el siglo XX se produzca semejante carnicería, que se permitan estas atrocidades; el corazón estalla al contemplar un espectáculo tan lamentable y muchos ojos derraman lágrimas silenciosas”. A esas alturas de febrero ya se había dispuesto que los cadáveres, que eran una cantidad desmesurada para el tamaño del pueblo, se fueran incinerando en los terrenos del cementerio.

Entre el 8 y el 12 de febrero llegaron a Prats de Molló 37.000 soldados republicanos, que fueron desarmados en la frontera pero muchos, como constataron los vecinos unos días más tarde, habían ocultado algún arma y esto, sumado al hambre y al nivel de hacinamiento que padecían los recién llegados, hicieron que el alcalde, cuyo nombre era, según nos enteramos a mitad del documento, Joseph Nöell, tuviera que ir personalmente, de grupo en grupo, llamando a la calma y tratando de convencer a los soldados para que entregaran las armas que habían escondido.

Los refugiados dormían en la iglesia, en la escuela, en el hospital, y cuando ya habían llenado hasta escaleras y patios, los vecinos comenzaron a ceder sus garajes, sus graneros y sus buhardillas, e incluso sus salones y habitaciones. A los cadáveres de las personas que se incineraban en el cementerio comenzaron a añadirse los de los animales que se iban muriendo y que, de no incinerarse pronto, producirían una epidemia. Para alimentar a esa multitud, la alcaldía llevaba al pueblo, desde Arles del Tec y Perpiñán, carne, legumbres, conservas, azúcar, café, chocolate, pero lo hacían esporádicamente y desde luego no llegaban, por poner un ejemplo, a los 30.000 kilos de carne que hacían falta diariamente para alimentarlos a todos.

En estas condiciones heroicas resistió el pueblo de Prats de Molló hasta el 16 de marzo, día en que el Gobierno francés se hizo cargo de la situación. Cuando finalmente se llevaron a los refugiados, para internarlos en diversos campos de concentración, el secretario nos cuenta que el pueblo y sus alrededores han quedado devastados, que pasarán muchos años antes de que vuelva a crecer la hierba y que es urgente enterrar a todos los animales que se fueron muriendo por ahí, en medio del bosque, antes de que empiece a hacer calor.

Jordi Soler, El secretario Faitg, El País, 08/02/2014

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