La carta que el ministre Wert mai no rebrà.

Cuando abrimos la primera página de El mito de Sísifo, a los quince, a los diecisiete, a los dieciocho, muchos todavía sufríamos el sarampión de la adolescencia, aquel discreto coqueteo con la muerte en que la muerte nos había abandonado como una mala novia entre lecturas mal digeridas de Schopenhauer, Dostoievski y Hermann Hesse, entre profetas enloquecidos y lobos esteparios. Estábamos hartos de vodka ruso y de pesado licor alemán y de repente nos invitaban a una copa de suave vino francés que empezaba con una cita de Píndaro: “Oh alma mía, no aspires a la vida inmortal pero agota el campo de lo posible”. Y luego, de repente, la primera frase nos advertía que nos dejásemos de tonterías, que el suicidio era el único problema filosófico verdaderamente serio. Que creciéramos.


Si uno ya había leído algo de existencialismo francés (una novela como La náusea, sin ir más lejos), le sorprendía de pronto el tono esperanzado, nietzscheano y vitalista de El mito de Sísifo, aquella manera de enfrentarse al absurdo en que el absurdo era, finalmente, la única razón de estar vivos. Sartre, con todas sus abstracciones, su aparato filosófico y su pesimismo profesional, era un hegeliano rebotado, un eterno adolescente sabio, feo y fascinado por las utopías. Tarde, como siempre, nos enteramos de que chocaron, de que estaban predestinados a no entenderse: la advertencia de Camus sobre la barbarie imperdonable del gulag y la ceguera selectiva de los intelectuales de izquierda provocó un cisma que lo condenó al ostracismo. Con una sana envidia en diferido, descubríamos que Sartre y Camus eran el Joselito y el Belmonte del país vecino, un Barca y un Madrid sobre dos piernas dirimiendo una cuestión ideológica que provocaba discusiones y peleas a puñetazos en bares y peluquerías.

Fue muy doloroso para ambos, porque en 1940 Sartre le había enseñado la primera lección de libertad, cuando Camus dudaba entre alistarse en las Fuerzas Libres o quedarse cuidando a su madre, una viuda analfabeta y casi sorda que lo adoraba y que acababa de perder en la guerra a su otro hijo. Sartre le dijo: “Ninguna moral general le puede indicar lo que hay que hacer; usted es libre, es decir, elija”. La madre no es la madre muerta de la primera frase de El extranjero, ese extraño libro horneado de sol, de abulia y de violencia, sino la mujer a la que Camus aludió cuando un joven estudiante le preguntó por qué no apoyaba las acciones del FLN argelino: “En estos momentos están poniendo bombas en los tranvías de Argel. Mi madre puede estar en uno de esos tranvías. Si la justicia es eso, prefiero a mi madre”.

Le acababan de dar el premio Nobel de Literatura, a los 44 años: con toda seguridad la academia sueca nunca volverá a arriesgarse tanto. Casi lo primero que hizo Camus después de las celebraciones y los fastos, fue escribirle una carta a Louis Germain, su profesor de secundaria en Argel:

Querido señor Germain:
Esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continuarán siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.
Lo abrazo con todas mis fuerzas. 
Albert Camus

No hace falta señalar que el ministro Wert jamás recibirá una carta como ésta, y que gracias a sus esfuerzos por desmontar lo poco que quedaba de la educación pública española, muchos buenos profesores españoles tampoco. Apenas tres años después del Nobel, con esa diligencia con que la realidad se empeña en corregir a la ficción hasta en los más nimios detalles, Camus se mató en un accidente de automóvil que, para ser justos y precisos, sólo puede calificarse de absurdo. Ni siquiera llegó a cumplir aquella hermosa profecía que escribió algún tiempo atrás: “Nos hemos muerto a los cincuenta años de una bala de nostalgia que nos disparamos a los veinte”. La vida sólo le dio tiempo a dejar un puñado de obras maestras que gritan la verdad a quien todavía quiera oírla.

David Torres, Carta de Camus a Wert, Público, 11/11/2013

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