La diferència indiferent de l'idèntic.

by Quentin Shih
Ser diferente no es en sí mismo un valor. Tratar de serlo, tampoco. Depende de qué, o respecto de quién. En cierto modo ya se sabe que no somos idénticos, ni es cuestión de que lo seamos. Ahora bien, el empeño permanente por distinguirse, aunque puede resultar interesante, exigiría definir en cada caso en qué consiste. Desde luego, la alternativa no es reducirse al mero acomodo a lo ya existente en la plana indiferencia que todo lo uniforma. Ni de clonar la caricatura del otro para deslumbrar con nuestra arrogante irrupción. El asunto es de una enorme importancia, pero no pocas veces viene a ser pura trivialidad, cuando se reduce a un concurso de apariencias o de apariciones que se centran en la fácil decisión de rendirse a lo que cada uno ya parece que es. A lo sumo, peculiar.

La singularidad alcanza a todo un modo de ser. Puede decirse que no se reduce a una manera de ver, sino que es una mirada. En definitiva, es otra forma de vivir, la que se corresponde con lo irrepetible e inconmensurable de nuestra existencia. Pero ello se desdibuja si no alcanza al pensar, al sentir, al decir. Por eso no es tan fácil ser idénticos, aunque tampoco lo es ser en verdad diferentes. Y, desde luego, no basta con preferirlo.

La tendencia a marcar aspectos propios se ve en ocasiones acallada por su reducción a notas o aspectos, a indumentarias o a pequeñas actuaciones o intervenciones. “Por algo se empieza”, suele decirse, y no pocas veces con ello se acaba, a eso se reduce. Sin duda, los detalles juegan un papel determinante, pero el desafío de la diferencia es más ambicioso. No es cosa tanto ni solo de no ser igual, lo que nos haría precisamente indiferentes, es cuestión de llegar a ser diferentes. Y esto solo ocurre en el seno de lo que los clásicos griegos denominan tò autó”, lo mismo, que en su diferenciarse nos posibilita ser diferentes en el seno de lo común, y sólo entonces.

La verdadera diferencia radica en tal caso también en la capacidad de verse afectado, en la pasión con el otro, para con el otro, y no sin más en la mera actividad de lo que hacemos. No es solo lo que pasa, es asimismo lo que nos pasa. La acción apática, la que parece realizarse sin concernirnos, es desconsideración para con los demás, pero también para con nosotros mismos.

En definitiva, lo verdaderamente relevante es la posibilidad de diferir de sí, de no quedar fijados en la simple repetición, una y otra vez, de lo que ya somos. Nuestro quien ha de incorporar aquello que buscamos y perseguimos, y no es cuestión de reducirnos al ir y venir de lo que continuamente ya hacemos o creemos ser. La distancia de uno respecto de sí, semejante fractura constitutiva,  ha de recorrerse sin cesar, para que en efecto hagamos la experiencia de ser a la vez otros para nosotros mismos. Si no acogemos esa diferencia que nos constituye, esa suerte de extrañeza en nuestro propio ser, no seremos capaces de hospitalidad para con los demás.

Todo parece inducirnos, sin embargo, al sensato acomodo de lo ya dado, a lo que es  supuestamente natural, habitual, de sano sentido común. Ya Hegel nos previene de su entronización, y tanto del exceso de genialidad, la del individuo que se considera autosuficiente, como de la claudicación a lo que resulta inmediatamente más obvio. Ser diferente no es un estado o una posición, y menos aún una simple preferencia. En cierta medida, es un modo de ser, el que nos insta a desarrollar nuestra libertad como una forma de vida. Y eso implica y compromete, alcanza y ha de considerar a los otros. 

El mismo Hegel nos muestra hasta qué punto no ha de confundirse la individualidad abstracta con la concreta singularidad. Y este distingo se basa en ignorar o no la dimensión común y comunitaria. Ello nos hace insistir en que solo se es diferente en el seno de lo común, que fuera de lo común se es indiferente. La proclamación de una individualidad aislada coincidiría con la de formas de comunidad, confesables o inconfesables, que ignoran la irrepetible condición singular, en definitiva, modalidades más o menos sofisticadas de egoísmo. Y entonces, también lo común se reduciría a una forma, en mayor o menor medida imperial, de lo individual.
 
De ahí que la verdadera distinción, el verdadero signo de distinción sea la consideración del otro, para con el otro, y ello se muestra a su vez, en la capacidad de vernos afectados. No es cuestión sin más de sentir una mayor emoción o de impresionarnos, sino de ser alcanzados por la alteridad del otro, de la otra, hasta el punto de alterarnos. No toda alteración es un trastorno de la mesura. No pocas veces es un reencuentro de lo más ajustado. Esta identificación nos diferencia.

La visión que todo lo homologa o el afán de pretender unificar por la vía de un pensamiento que uniforma se abriga, en ocasiones, con planteamientos bien sofisticados. La abstracta invocación de derechos que no va acompañada de la consideración concreta y, en cada caso, de seres activos capaces de desear y de querer, y que no llega a ser ética consideración de miembros plenos y libres de una comunidad individualiza seres, pero haciéndolos idénticos, que no difieren ni de sí ni de los demás. Se limitan a enunciar su individualidad y a los demás no les resulta difícil reconocérsela. Da igual.

No basta con no ser como el resto para ser diferente. A veces nos proponemos ser igual de diferentes, esto es, ser diferentes en aquello que nos iguala, una suerte de simulación de la diferencia, en aspectos más o menos laterales, que proclamamos de modo crucial. Esa diferencia que da igual ni nos hace otros ni logra que las cosas sean de otra manera. La proliferación de diferentes que son indiferentes alienta el triunfo de lo idéntico.

Angel Gabilondo, La diferencia que da igual, El salto del Ángel, 08/10/2013

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