Aprendre a parlar és aprendre a escoltar.

Zhu Yi Yong bambino-filo-rosso-640
by Zu Yi Yong
Aprender a hablar es tarea que alcanza toda la vida. No basta con expresarse adecuadamente, lo que sin duda es tanto un logro como una necesidad. Menos aún con creer que es suficiente con que se nos entienda, como si el lenguaje fuera un mero instrumento de expresión o de comunicación. Bien se insiste en que el descuido de la palabra es descuido de uno mismo y de los demás.

El afán de considerar el lenguaje como un espacio para la reiteración repetitiva de mensajes y recetas subraya la consideración del hablar como un baúl de contenidos que han de difundirse o transmitirse. Así, aprender a hablar se reduciría a una retahíla que se apoderaría no sólo de nuestras palabras, sino del espacio de su emergencia, de aquello que nos constituye propiamente como somos y que supondría a la vez la desconsideración de los otros. Estaríamos poseídos por consignas para propalar

No faltan ámbitos en los que mejorar técnicas y procedimientos, en los que lograr habilidades, alcanzar recursos y vincular todo ello a una verdadera incorporación que trate de alcanzar una compostura. Pero eso viene a ser una vaciedad formal si no va acompañado de un verdadero proceso argumentativo y de una capacidad de componer discursos. Hablar no es una simple exhibición de modos y de maneras.

Si en el Teeteto Platón insiste en que “quien habla bien es una bella y excelente persona”, no es precisamente por el simple atractivo de lo que dice o de cómo lo dice, sino por su relación con su forma de vivir, que es la auténtica palabra. Cuando esto ocurre, nos encontramos con lo que alguien dice de verdad y con la verdad de lo que dice. Y este es su principal argumento. La cuestión de aprender a hablar se centra entonces en la capacidad de aprender singularmente a decirse.

Sin embargo, semejante palabra se vacía cuando se olvida que es cuestión de hablar no sólo a alguien sino con él. La argumentación lo es en relación con otro y no considerarle es uno de los modos más frecuentes de un inadecuado y desajustado hablar. Respetarlo y reconocerlo supone contar con sus sentimientos, con sus afectos y con sus ideas y conceptos. De no ser así, hablaremos a lo más vulgar de nosotros mismos, eso sí, ante ellos. Y tal comprensión no significa coincidir con sus planteamientos.

Para hablar no es suficiente con ejercitarse en hacerlo. Se trata de algo más y en cierto modo diferente. Ya Cicerón nos previene en De Oratore de aquellos a quienes “les pierde el haber oído decir que hablando se aprende a hablar, cuando la verdad es que hablando mal es muy fácil conseguir el hablar pésimamente". No deja de ser “útil tomarse tiempo para pensarlo, y hablar con discreción y esmero. Y lo principal de todo (…) es escribir mucho”. Semejante escritura es un impulso de recreación. “Así como la nave no deja de continuar su movimiento y curso aunque el remero suspenda el empuje de sus brazos, así el discurso, aunque se acabe la parte escrita, continuará con el mismo calor y brío hasta el fin.”

Cuando Von Kleist escribe “Sobre la paulatina proliferación de los pensamientos al hablar”, subraya por una parte la fuerza de la palabra como motor de impulsión, pero a su vez muestra que hablar no es la trasposición ante otro de lo que previamente ha sido pensado, como si se tratara de la transmisión de un mensaje o de la puesta en escena de lo ya clausurado. Hablamos asimismo para poderlo pensar, para perseguir y buscar aquello que decimos, para hacerlo brotar y crecer. Y para no proceder aislados y ensimismados. Asistir al espectáculo de alguien que supuestamente nos habla a nosotros, pero que no es a nosotros a quienes habla, es descorazonador. Y a veces en efecto no lo hace porque se nos dirige como si fuéramos un recipiente o receptáculo pasivo en el que hubiera de depositarse lo dicho o para sobrevolarnos usándonos como pretexto.

Sin embargo, si busca nuestra inteligencia, nuestra sensibilidad y nuestra pasión de pensar y de vivir, podría llegar a motivarnos, y a emocionarnos. Y cabría conmocionarnos con él. Aprender a hablar supone todo un comportamiento y una relación con los demás. Puede llegar a ser comunicación, pero siempre que se sostenga en aquello común que hace que alguien escuche lo que precisamente por común es lo que hace que alguien hable.

Esto supone que aprender a hablar es aprender a escuchar. Por un lado, lo que nos dice y se dice y, por otro, a aquél con quien se habla. Por ello, de una u otra manera adopta la forma de una conversación. No se trata de que uno se limite a hablar mientras el otro se reduce a escuchar. De ser así, lo que dice no nos dice nada. Conformarse con dejar caer las palabras o dar el asunto por zanjado simplemente con decirlo supone ignorar sus efectos y sus funcionamientos y olvidar el concreto acontecer de la palabra. Queda dicho y no hay más que hablar, se afirma. No cabe en tal caso, espacio para la correspondencia. No es posible seguir hablando. Sólo recitar lo recibido. Por eso una auténtica retórica de la palabra no supone la contundencia de quien se considera más creíble por su imposición. Eso equivaldría a llamar espontaneidad a lo que no es sino descuido, naturalidad a la desconsideración y frescura al descaro. Y ese hablar que no deja hablar, que busca hablar en lugar de otros no propicia que cada cual diga su propia palabra.

La Retórica, como Michel Meyer señala es, ante todo, “la negociación de una distancia”. Pero no es cuestión de limitarnos a reconocerla o a establecerla sino que hemos de recorrerla. Eso hace una buena palabra. Hablar ha de ser otorgar y a la par dilatar la irrupción de la palabra con la convicción de que no pertenece a quien habla. Hay un cierto retorno. Logos, polis y pathos se conjugan, lo que implica una verdadera actitud y disposición de diálogo. Y a su vez se confirma así que la palabra efectivamente se dice, ocurre. A partir de los prejuicios, como anticipos y orientación previa de nuestra capacidad de experiencia, es cosa de hablar al encuentro de aquello que ha de decirse. 

El afecto de las palabras, el que recibimos al aprender y decirlas, quizá tempranamente al oírlas por primera vez, configura todo un mundo de sentimientos y de emociones, determinantes para que al contar algo siempre busquemos contar con alguien. Y lo necesitemos. La tarea de decirnos a nosotros mismos encuentra en los otros un medio privilegiado de comprensión.

Ángel Gabilondo, Aprender a hablar, El salto del Ángel,18/19/2013

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