Nacionalisme català i maniqueisme històric.

El Centro de Historia Contemporánea de Cataluña ha convocado un congreso bajo el título “Espanya contra Catalunya: una mirada histórica (1714-2014)”. El Centro es un apéndice del Museo de Historia, aquél del que escribió Anasagasti que “si entras indiferente sales convertido en un abertzale catalán”. Vamos, un museo público destinado a fabricar nacionalistas, no a hacer ciudadanos nacionales. El sitio es muy bonito, enclavado en el puerto de Barcelona y bien resuelto museográficamente. Sobre el relato, es como ver la historia de Cataluña solo con un ojo, el ojo nacionalista que todos tenemos.
Ningún poder se priva de hacer discurso, pero los poderes públicos no deberían hacer relatos tuertos, dirigidos a formar partidarios y no ciudadanos críticos. Por desgracia, no es así. Cuando las cosas están más o menos normales, influyen de tapadillo; cuando están en crisis, apartan el embozo y se ponen a lo bestia, a la brocha gorda, aprovechando el incremento del número de sus hooligans.

El estudio de la historia tiene funciones diversas y en la práctica contradictorias. Trata de proporcionar conocimiento veraz sobre lo ocurrido para que el ciudadano construya sus referentes, pero, a la vez, suele facilitar visiones simplistas, en la mejor tradición de la manipulación ideológica. No es fácil hacer bien el trabajo de historiador, pero sí lo es detectar cuándo se hace mal. Si el trabajo se hace bien, la historia ilustra acerca de la complejidad de lo ocurrido, de las múltiples causas que influyen en unos hechos, y jerarquiza su importancia. Si el trabajo se hace horrorosamente, se monta un cuento de unos contra otros a lo largo de los tiempos, se simplifican argumentos, y se hace una historia de buenos y malos, de nuestros y ajenos, en razón de un único y poderoso factor.

Ningún mediano historiador cree en esas historias. Ni los dedicados a la historia social creemos ya que la historia de la humanidad lo sea solo de la lucha de clases. Hay otras razones en los conflictos, por mucho que la de las cosas materiales sea fundamental.  “El mundo se divide en dos clases de personas: los que creen que el mundo se divide en dos clases de personas y los que no”. El historiador ha de ser de estos últimos.

Sabino Arana criticó severamente la Historia General del Señorío de Bizkaya del carlista Labayru escribiendo: “No le guía el patriotismo sino el amor a los estudios históricos. Su obra no es una ofrenda a la Patria; es meramente un material que aporta al edificio de la historia universal”.  No se puede describir mejor la diferencia entre el interés por el rigor histórico y la historia acomodada al servicio partidario. Arana tenía sus reservas sobre el posibilismo del nacionalismo catalán que conoció en vida. Con todo, ni él ni sus epígonos, ni siquiera en tiempos de Ibarretxe, se atrevieron a montar (¡y con el dinero de todos!) una reunión pretendidamente científica con semejante intención manipuladora. 
No es fácil hacer bien el trabajo de historiador, pero sí lo es detectar cuándo se hace mal. Si el trabajo se hace bien, la historia ilustra acerca de la complejidad de lo ocurrido, de las múltiples causas que influyen en unos hechos, y jerarquiza su importancia. Si el trabajo se hace horrorosamente, se monta un cuento de unos contra otros a lo largo de los tiempos

La situación catalana resulta así inimaginable incluso para los vascos. Se han quitado la máscara y tiran por la calle del medio, sin entretenerse en rigores, pura brocha gorda: trescientos años de relación entre España y Cataluña presididos en exclusividad por el conflicto, ilustrado en cuestiones como el papel desnacionalizador de la inmigración, la represión militar contra el país (¿y el anarquista Seguí cuando denunciaba que ese ejército protegía el interés de los capitalistas de la Lliga de Cambó?), la “falsificación de la historia” (sic) o “la uniformización legislativa española contra el derecho propio catalán” (más sic).

La convocatoria es un aquelarre donde resulta difícil imaginar cómo un historiador de prestigio puede dar su nombre para revestirla del que es imposible que pueda tener. Se aceptan comunicaciones, y mis colegas historiadores vascos ya están trabajando en algunos títulos: "Vientos de componente oeste. La agresión climatológica española sobre Cataluña, 50.000 a.C.-2014 d.C.", "Relaciones sexuales de españoles con catalanes. Historia de un genocidio silencioso", "El esquilmo de las reservas acuíferas catalanas por España", “La rumba catalana. Un sofisticado plan de genocidio musical botifler sobre Cataluña” y “Peret, Estopa y el colaboracionismo contra la nova canço”.

El relato que proporcionamos los historiadores es solo uno más entre los que disputan en la arena pública por conformar el criterio de los ciudadanos. En realidad, no es demasiado importante, pero no hay poder que no se dote de uno. Por eso ha solido ser preámbulo de la desgracia. Milosevic convirtió “su” derrota de Kosovo Polje, seiscientos años después, en la gasolina patriótica de su agresión. Hay otros muchos ejemplos. Toda épica arranca del manejo de una buena derrota: la catalana de 1714 es otra más. Toda expectativa de transformación revolucionaria parte de un pasado simplista, falso, feliz y arrebatado, al que ha seguido un interminable presente de apocalipsis, de catástrofe, de desastre o de decadencia que es necesario superar y dejar atrás. A esa visión tan facilona también se prestan la historia y los historiadores.

Antonio Rivera, Brocha gorda, el diario.es, 10/06/2013

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