Ser pobre en tu ciudad, una canallada.

 

Nada más antiguo que un pobre. Ninguna otra cosa más vieja, más humana, más milenios agarrada a nuestra piel como un parásito, que el hambre y el frío. La historia de la humanidad es la historia de sus pobres, de su indigencia (pero se ha cambiado historia por relato,vivimos al día, con lo puesto). Y así, con una canción de mendigo, empezó a escribirse la historia. El primer personaje en la literatura castellana fue una vieja alcahueta. Siguió el lazarillo de un pedigüeño ciego. Una vieja y un niño pobres.

La mano del pordiosero toma la forma del cuenco donde empezaron a comer nuestros ancestros a la orilla del fuego (cada hoguera es un río sin puentes). Para ser pobre no se necesita más que haya un rico. Lo sabe todo el mundo, sobre todo los pobres, y, por ejemplo, el pasado día de Reyes lo vimos aquí, en estas mismas páginas, dibujado en un mapa de los barrios de Barcelona, en el análisis que publicaba la compañera Clara Blanchar. En aquel gráfico, los índices de pobreza caían sobre los barrios dentro de bolitas como adornos navideños. Cuánta pasta hay en Pedralbes. Es una exclamación, pero también es una pregunta. Ahí, la renta familiar no ha dejado de subir con la crisis.

¿Os acordáis, apenas hace unos años, cuando se decía que la mendicidad era una mafia? Como si el poder no lo fuera. Pero los pobres de antes de la crisis no eran de los nuestros. Venían de donde viene siempre la pobreza, del otro lado del telón del dinero. Carne de maldición, se contaba también de ellos que alquilaban a sus recién nacidos, que los narcotizaban para exhibirlos en su queja lastimera, incomprensible.

¿En qué idioma piden, que hablan tanto con la “u”? Claro, es la última vocal, la letra de la gente que está en las últimas. Pobres eternos, clásicos sin laureles, arrastrándose por el suelo de las Ramblas con sus muletas destartaladas y sus muñones como mondongos humanos, exactamente los mismos pobres que siglos atrás ya había pintado Brueghel el Viejo en las nieves invernales del ducado de Brabante. Siempre vivos a través de los tiempos igual que esas plantas condenadas a la perpetuidad, a las heladas, al sol a destajo, perennemente tiesas donde nadie las quiere. Como aquel tipo gordo sin piernas que todos los días se ponía a pedir sentado bajo el escaparate de la zapatería más grande de la calle Pelai.

Ahora vuelven otra vez los pobres a los semáforos (tiene más paso un semáforo que una iglesia), con el cubo de agua o con el puñado de mecheros. El otro día, también estas Navidades, vi en una calle de Badalona a un hombre sin brazos que se había metido de medio cuerpo para arriba en un contenedor de la basura y sacaba un jersey con los dientes. La boca, la mano, son las dos maneras de pedir que tiene el pobre. Precisamente la boca y la mano, los órganos que nos elevaron a nuestra condición de primates de lujo hace más dos millones y medio de años.

Ser pobre en Barcelona es tener que defender un día la casa desde el balcón mientras por la puerta entran los Mossos d’Esquadra para proceder al desahucio. O no poder continuar estudiando, no tener dinero para hacer una carrera o un curso de formación necesario para conseguir un empleo. O dejar de optar a un trabajo por no tener pasta para el transporte. O ir con la familia a los comedores sociales en vez de ir a un merendero. O pasar tres, cuatro, cinco, seis, siete meses sentado al lado del teléfono esperando a que llamen del hospital, sin saber si eso de irse muriendo ya va en serio. Se es más pobre por no tener derechos que por no tener dinero.

Un pobre sin derecho a voto está hundido en la pobreza absoluta. Y si existe pobreza absoluta es porque hay poder absoluto. Lo absoluto por definición es excluyente. Una cosa es absoluta porque excluye toda comparación respecto a ella. Vivimos en tiempos de poder absoluto, de un poder sustentado en la exclusión.

El mismo día de Reyes en que leí el reportaje sobre la distribución de la pobreza en Barcelona (es decir, sobre el reparto de la riqueza), me fui a cenar al Ritz. Sí, de acuerdo, ya no se llama Ritz, pero es que los ricos se vuelven pobres de una manera muy rara. El motivo (sería una osadía llamarle razón a una cena con comida de colores) era la entrega de los premios Josep Pla y Nadal (en las noticias de TVE se les coló una foto del tenista). En la señorial puerta del edificio se había plantado un grupo de trabajadores en lucha, empleados del grupo Husa, la cadena hotelera. Querían que se les viera por televisión igual que se iba a ver también a los autoridades, pero la policía los arrinconó en un lateral como a la caseta del perro, y el personal entró tan ricamente (unos más ricos que otros) por el chaflán. Allí se quedaron los manifestantes con sus pitos, su pancarta y sus gritos, en el villancico triste de la reforma laboral.

Mientras, en la ceremonia, el presidente de la Generalitat, dos mesas de autoridades y altas esferas (se llaman esferas porque se les hace la pelota), y un montón más de invitados que les tocó, cenaron en un salón apartados del resto de la concurrencia y siguieron por pantalla la entrega de los premios. Así es como el poder vive la realidad, excluyéndose de ella. Sumido en su absolutismo.

Sobre la adulteración de las relaciones humanas, sobre la hipocresía como sostén de la moralidad burguesa, escribió Marx cuando llegó a su exilio de Londres con su mujer y sus tres hijos y la criada, y en menos de un año les desahuciaban de su casa por no poder pagar la renta. Ser pobre en la vida da hasta para una novela, la literatura está llena de ellas; pero ser pobre en tu ciudad, eso sí que es una canallada.

Javier Pérez Andújar, Ser pobre en la vida, El País, 12/01/2013

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