Ensenyar l'art de no claudicar.


Es cierto que el primer sometimiento suele ser el de la mera constatación del estado actual como incontrovertible e irresoluble. Pero también se puede ser sumiso a falsas expectativas. No poco se trabaja para hacer inviable lo que nos interesa que no se presente como posible.

La educación a fin de sacar lo mejor de sí no ha de ser una coartada para ignorar las condiciones y las posibilidades concretas, las oportunidades, o su ausencia, en las que se desarrolla la labor. Educar para decidir, para debatir, para disentir pacífica y argumentadamente exige moverse más en el terreno de los motivos, de las causas, de las soluciones y ser capaz de comprender los momentos. Reclamamos de los otros, y más aún de los más jóvenes, incluso de los menores, de los niños, esta actitud, y no está mal que lo hagamos. Pero es espectacular comprobar hasta qué punto nuestro propio modo de proceder y el comportamiento social y público general proclaman con nuestra acción otros valores. Y no se educa únicamente, como con frecuencia señalamos, en horario escolar.

Otro tanto nos ocurre con la insistencia en reclamar espacios participativos, mientras no siempre incidimos en generarlos para la decisión compartida, en procurar espacios para lo común. Propiciar un tono constructivo y crítico exige evitar el trato paternalista y mostrar, frente a modelos cortoplacistas y depredadores, que sin capacidad de soñar no se es en verdad realista. Y sin capacidad de luchar por lograrlo tampoco.

De ahí que en la situación de mayor incertidumbre es precisamente cuando se hace más urgente el conocimiento. Y empezar por cuidarse y desarrollarse, por formarse permanentemente, incluye combatir el deterioro que consiste en entregarse asépticamente, sin más, a lo que ocurre y nos ocurre. El carácter civilizatorio de la educación comporta por tanto evitar la concepción de que lo que sucede es inevitable e inexorablemente así. Llamar realismo a esta claudicación es ya la pérdida de todo camino de formación. Es indispensable pedir paso. Y no lo es menos abrírselo.

Educar es también mostrar que no todo depende de la mera voluntad o de la decisión, sin las cuales en cualquier caso hay poco que hacer. Los contextos no son mero contorno o aditamento sino que en ocasiones resultan determinantes y, en correspondencia con ello, no como simple adaptación, la educación ha de alcanzar asimismo a tales incidencias que, en esa medida, inciden literalmente de modo decisivo. Por eso la participación social es clave para educar.

De ahí que todo ese discurso público que aplana una y otra vez la perspectiva, que insiste exclusivamente en las dificultades, en los defectos, con la confianza de que ese es el camino estimulante, es tan desalentador como el de quien estima que todo va bien. En ambos casos, el mismo proceder paralizador. Si en todo caso ya estamos acabados, no haría falta ni dejarnos llevar. La responsabilidad de la palabra divulgada alcanza a cada conversación privada. El abatimiento, la consternación reiterada y proclamada obedecen en ocasiones a buenas razones, pero otras son maleducada exigencia. Por un lado, provocan contagios inquietantes, sólo comprensibles cuando son ineludibles. Además, estas actitudes se aprenden y, a su modo, se enseñan.

También se aprende a tener una educación insolidaria y resignada y, aunque resulten supuestamente invisibles, algunos discursos parecen promover en nombre de la mejora la pasividad de dejarse hacer. Pero eso no propicia una disposición adecuada para la educación. Es como si, desechado cualquier otro interés, bastara con adquirir conocimientos, por ejemplo, el de que todo obedece a una inutilidad casi constitutiva de algunos que se opone al, por lo visto, talento innato de otros, para empezar de quienes detectan permanentemente insuficiencias ajenas y sólo ajenas.

Hemos de insistir, pero coordinada y conjuntamente, y para ello la creación de un clima y de una dinámica de confianza es decisiva. Es cierto que a veces la realidad se basta para desalentar, pero no lo es menos que también hace su trabajo el desconsiderarla. O el caracterizarla según nuestro interés.  Sin embargo no menos desanima el ignorar que no sólo el ser se dice de muchas maneras, como Aristóteles nos recuerda, también el decir es de muchas maneras y asumir la realidad es y se dice de múltiples formas. Es cuestión de que no se utilice para confirmar nuestras previas decisiones y posiciones: eso es también claudicar.

Ángel Gabilondo, Sin claudicaciones, El salto del Ángel, 23/11/2012
http://blogs.elpais.com/el-salto-del-angel/2012/11/sin-claudicaciones.html

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