Turing contra Enigma.


Como a Alan Turing le había impactado mucho la película Blancanieves y los siete enanitos, el primer largometraje de Walt Disney, en 1954 eligió envenenar una manzana con cianuro para quitarse la vida. Aunque al matemático se le considera como padre de la informática, héroe de la Segunda Guerra Mundial al descifrar el código Enigma nazi, y pionero en muchas otras ramas científicas, como la inteligencia artificial, su condición homosexual le llevó a una persecución que acabó por robarle la esperanza. Y entonces mordió esa manzana, la que la leyenda urbana dice que es el símbolo de Apple.
“Es un personaje del que todo el mundo cree saber cosas, pero cuanto más profundizas, más brutal resulta todo lo que hizo. Era algo excéntrico, un producto típico de la clase alta inglesa, deportista, estudiante y homosexual declarado en un momento en el que aquello no se aceptaba. Y su vida científica es apasionante”, explica Rafael Lahoz-Beltrá, autor de Turing, del primer ordenador a la inteligencia artificial (Nívola), profesor de la Universidad Complutense y director del laboratorio de biomimética del Grupo Knowdle. “Turing inventa un nuevo tipo de científico que es el actual, el multidisciplinar, que lo mismo se ocupa de una hormiga que de los movimientos financieros”.
En efecto, Turing tocó (y fundó) varios palos científicos. Tal vez una de sus aportaciones más importantes es la llamada máquina de Turing, que no es una máquina física, sino imaginaria, puramente matemática, que realiza diferentes operación a que se le considera padre de la informática. Consiste en una máquina que manipula símbolos sobre una cinta según unas reglas. “Turing es el primero que da una definición de lo que es un algoritmo, que era una idea conocida, pero aún no bien definida”, explica Josep Pla i Carrera, director del departamento de lógica, probabilidad y estadística de la Universidad de Barcelona. Así, cualquier operación computable es realizable por una de estas máquinas. Y es entonces donde entra la idea de la máquina de Turing universal, aquella que puede simular a cualquier otra, algo así como la madre de todas las máquinas. Y esto no es más que el ordenador (y el smartphone y la tableta…). Su mente era visionaria.
Poco después del alumbramiento de la máquina de Turing estalló la Segunda Guerra Mundial. Los submarinos nazis cercaban las islas Británicas, hundiendo buques e impidiendo el abastecimiento de la población. Los nazis utilizaban la endiablada máquina Enigma para encriptar los mensajes que se enviaban, haciendo impredecibles sus ataques. Un grupo de científicos fue trasladado a las instalaciones señoriales de Bletchley Park para romper el código Enigma. Turing estaba entre ellos, al mando del equipo de la Hut 8. Este capítulo de su vida es fielmente descrito en la obra de David Leavitt Alan Turing, el hombre que sabía demasiado (Antoni Bosch Editor) y en la biografía Alan Turing: the Enigma, de Andrew Hodges. “Enigma se vendía en tiendas comerciales y tenía el inocente aspecto de una máquina de escribir, pero fue modificada por los militares para hacerla más compleja; lo importante era conocer la configuración, tener los libros de claves de los nazis”, explica Ricardo Peña, catedrático de sistemas informáticos y computación de la Universidad Complutense. Para descifrar Enigma, Turing diseñó la máquina Bombe (97.000 piezas, 19 kilómetros de cable), que permitió adelantarse a los movimientos de los nazis. “Esto supuso, como pasa muchas veces en el mundo militar, un dilema moral. Los nazis confiaban ciegamente en el poder de Enigma y nunca sospecharon que sería descifrada, y los británicos, para no desvelar que habían roto el código, a veces tuvieron que permitir ciertos ataques con víctimas humanas”, explica Peña. Se calcula que la aportación de Turing y su equipo acortó dos años la duración de la guerra. Sin embargo, nadie, ni sus amigos íntimos, pudo conocer los trabajos de Turing en Bletchley Park, que permanecieron secretos hasta la década de los setenta. De haberse hecho públicos, tal vez hubieran influido a su favor en su posterior condena por homosexual, pero no fue así: “Los méritos públicos son secretos. / Los detalles personales son públicos”, canta el grupo Hidrogenesse en Un dígito binario dudoso. Recital para Alan Turing, un disco homenaje al matemático publicado este año.
Tras la guerra, Turing se involucró en el diseño de máquinas computadoras en el Laboratorio Nacional de Física británico (NPL, en sus siglas en inglés) y en la Universidad de Manchester, en los que contribuyó al diseño de máquinas pioneras como la Pilot ACE y la Manchester Mark I (la primera que funcionaba con memoria de almacenamiento, o memoria RAM), auténticas predecesoras de los ordenadores de hoy día. Además, en esa época Turing comenzó a interesarse por la inteligencia artificial, para lo que el matemático propuso su Test de Turing. Simplificando, este test consiste en un humano en una habitación que hace preguntas a un computador o persona que está en otra. Si, con las respuestas que da, el computador hace creer al humano que es una persona quien responde, entonces ha pasado el test. Entonces, según Turing, la máquina piensa, es inteligente.
La última de sus preocupaciones fue la morfogénesis; intentaba comprender cómo se forman estructuras biológicas como las rayasdeunacebra. “Turing veía por todas partes matemáticas y era tremendamente curioso”, explica Peña. “Quería explicar por qué en la naturaleza se ve, por ejemplo, la serie numérica de Fibonacci en estructuras como las piñas de los pinos. Escribió unas ecuaciones diferenciales dificilísimas que muchos años después, y con la ayuda de simulaciones por ordenador, se han revelado válidas”.
Su homosexualidad le llevó a una condena por “indecencia grave y perversión sexual” en 1952. Se le sometió a una dura castración química con numerosos efectos secundarios, como que le crecieran los pechos. Dos años después, mordía la manzana envenenada de Blancanieves. Para unos, suicidio; para otros, fue eliminado por los servicios secretos británicos. Había acabado la Segunda Guerra Mundial, pero empezaba la guerra fría. Y Turing, como dice Leavitt, era “el hombre que sabía demasiado”.
Sergio C. Fanjul, El hombre que mordió la manzana, El País semanal, 26/08/2012

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