"¡Más madera!"


Y apenas es necesario llamar la atención sobre la más que probable genealogía militar de esta fantasía delirante: un negocio sin pérdidas es la transposición civilizada de una guerra sin bajas (eso mismo que ahora llamamos un “ataque preventivo”, que no sólo minimiza tendencialmente hasta cero las víctimas del propio bando, sino que se justifica precisamente como una acción tendente a destruir la capacidad ofensiva del enemigo, es decir, su capacidad de producir bajas en el bando contrario). Napoleón se mofaba de quienes le reprochaban el elevado número de caídos en las filas de sus ejércitos que comportaban sus victoriosas campañas diciendo que una sola noche de permiso de sus soldados en París arrojaba un número de embarazos suficiente para “reponer” las pérdidas y equilibrar la balanza. Los racionalistas del siglo XVII también manejaban el mismo modelo en el cual lo pasivo (las pasiones oscuras y confusas, o sea sucias y residuales) habría de convertirse en activo (las ideas claras y distintas, o sea, limpias), en donde los egoísmos de los lobos hobbesianos en guerra total de todos contra todos se reciclarían en la mansedumbre del pacto social de todos con todos administrado por la mano invisible de un mercado que pondría las cosas en su sitio con tanta justicia como las leyes darwinianas de la evolución colocaban a cada individuo en el lugar que le correspondía de acuerdo con su contribución a la adaptación de su especie al medio; y sin duda Hegel y Marx conservaban este esquema cuando pensaban que las pasiones y ambiciones individuales o colectivas de los individuos, los pueblos y las clases eran simplemente el combustible inconsciente mediante el cual la Historia —como el tren de Los hermanos Marx en el Oeste, que se alimentaba de su propia destrucción convertida en carburante (“¡Más madera!”) para llegar rápidamente a su destino— conducía a la humanidad hacia su fin final (en donde las cuentas cuadrarían perfectamente y todos los sacrificios y sufrimientos aparentemente vanos serían compensados y equilibrados, en donde toda la aparente basura de la Historia —toda la “masa concreta del mal”— sería reciclada), y la guerra era simplemente una astucia de la razón o la lucha de clases el motor de una Historia que acabaría definitivamente con el despilfarro y el desequilibrio contable, dando a cada cual exactamente el lote que se hubiera merecido.

La entrada en crisis de este modelo, el despertar de este sueño, fue por tanto ese momento en el cual llegamos a pensar que la basura acabaría devorándonos. Que era el fin del progreso. Fue cuando empezamos a temer que moriríamos asfixiados entre nuestros propios desperdicios, como hemos visto que sucedía en algunas viejas ciudades del tercer mundo que, por no necesitar un tratamiento especial de las basuras, carecían de infraestructura de traslado y acumulación de las mismas, y a las que la repentina introducción masiva de la producción y el consumo industriales ha convertido en enormes estercoleros irrespirables.


José Luis PardoNunca fue tan hermosa la basura, Revista Observaciones filosóficas, nº 12, 2011

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