Fotografia i eternitat.


Casi la mitad de la Humanidad posee una cámara o un móvil con el que poder hacer fotos. La cantidad de ellas que pueden llegar a hacerse cada día es abrumadora, pero ¿qué podría decirse de la ingente cosecha de todo un año? Aparte de los motivos familiares que ocasión tras ocasión incrementan exponencialmente la suma de imágenes captadas, el objeto turístico multiplica por mil la colección de estampas que van desde la realidad física a la fílmica o, mejor, al paraíso del mundo digital donde son tan intangibles como presentes, tan presentes como inmediatas a la voluntad de su revelación.

De este modo, cada día, cada hora, un sinfín de documentos gráficos va convirtiendo la presencia en una ausencia de segundo grado. No es la ausencia de la anulación sino la pérdida de atributos del objeto que en cada instantánea se deja atrás su textura o su variable contemplación, su talla y su potencia. Monumentos, edificios, jardines o palacios, el Taj Mahal o el Vaticano, las pirámides de Egipto o las cataratas del Niágara son despojadas en la foto de cualidades fundamentales a cambio de una captura que, más tarde, las dejará definitivamente simplificadas en el interior del aparato.

¿Se resiente con ello la verdad? Crece la verdad del turista frente a la verdad de la presencia real. Y crece anualmente en la multiplicación de sujetos turísticos que llegan ya a casi los 1.000 millones al año y no han dejado, sino circunstancialmente, de crecer. Su número pesa ya como un importante factor en el cambio de la visión de las cosas como, caseramente, los vídeos y las fotos afectan a la memoria convirtiendo el recuerdo cada vez menos en un objeto de la memoria y más como una posesión del artefacto. Una traslación que afecta tanto como Google y sus semejantes, sea a través de la Wikipedia o no, a la capacidad y el esfuerzo mental de la retención. La pequeña cámara y el móvil, el almacén gráfico del ordenador personal, componen ya la personalidad de un individuo paralelo que va tomando de nuestras vidas sus porciones y haciéndose cargo, más o menos, de su peso y de su acción.

La atávica idea de esas tribus que no se dejan fotografiar por miedo a perder su alma, regresa desprovista de temor y cargada de celebración. Sin que lo percibamos con claridad la existencia va tomando el carácter de un pasaje sucesivo para ser plasmado y simplificado en la mnemotecnia de la cámara. La vivencia ingresa en una suerte de congelador donde tiende a conservarse mejor que sin su pasiva colaboración. Toda circunstancia fotografiada se plasma, se detiene en el tiempo y el tiempo deja de hallarse expuesto a una parte de su devoración. De este modo tratamos de eternizar nuestra vida al precio de poseerla simplificada en un almacén virtual.

Vicente Verdú, La foto que todo lo ve, El País, 05/04/2012

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