Kallocaïna.


Karin Doye
Karin Boye (Gotemburgo 1900–Alingsås 1941) es una de las grandes poetas de Suecia, la clásica figura nacional que aparece en todas las antologías y cuyos poemas son recitados por los alumnos de secundaria. Un año antes de suicidarse y varios después de haber visitado Alemania y la Unión Soviética, donde pudo conocer de primera mano la deriva totalitaria que habían tomado las grandes utopías, publicó su quinta y última novela: Kallocaína. Es gracias a su sensibilidad de poeta que la novela ha pasado a engrosar las mismas listas que La metamorfosis, Un mundo feliz, 1984, El señor de las moscas, La naranja mecánica o Fahrenheit 451, todas ellas referentes de la literatura distópica.

La escritora sueca se dio a conocer cuando sólo tenía 22 años con el poemario Moln (Nube) y desde entonces se convirtió en una figura de cierta relevancia en la vida pública del país; su rebeldía, homosexualidad y pacifismo militante hicieron de ella un icono de la modernidad, a costa de una vida personal confusa y atormentada.

El planteamiento de Kallocaína es sencillo: en un regimen totalitario un científico –Leo Kall- da con una sustancia –la Kallocaína- que una vez inyectada obliga a decir la verdad. Lo que no es tan sencillo, por supuesto, es el dilema ético que se deriva y que entronca directamente con uno de los principales temas de la poesía de Boye, la afirmación del individuo ante Dios y ante los demás (no en vano fue una de las autoras que abrió la veta de la poesía social y existencial que años después caracterizaría a la generación inmediatamente posterior, con figuras como Gunnar Ekelöf, Erik Lindegren o Karl Vennberg). Es ahí cuando gracias a esta sensibilidad de poeta que la novela engrosa las listas de la literatura referidas a las distopías, un género que tuvo su edad de oro entre el periodo de entreguerras y los primeros años de la guerra fría y que estuvo muy politizado. ¿Qué mejor antídoto contra el hechizo ideológico del “enemigo comunista” que trasladar a escenarios de pesadilla cualquier proyecto de sociedad igualitaria? A través de la denuncia de los maldades del otro, la ficción servía como propaganda del mundo libre contra la amenaza roja, cumpliendo una doble función de exorcismo de los fantasmas del capitalismo (explotación, represión, discriminación…) y de legitimación del “menos malo de los sistemas de gobierno”.

Afortunadamente, los aciertos del enfoque de Karen Boye superan esta dicotomía y abordan problemas que hoy siguen vigentes: la dialéctica de dominación/sumisión que opera en toda manipulación química del cuerpo humano, igual que la importancia del secreto como último reducto frente a la presión del colectivo, hacen que sesenta años después de ser escrita la historia de Leo Kall no resulte para nada ajena. Posiblemente porque es el producto de la especial sensibilidad de una escritora homosexual a la que le tocó vivir en una época y un país donde la rígida sociedad protestante empezaba a desplegar mecanismos cada vez más sofisticados de control social.

En estos tiempos que corren es difícil leer Kallocaína como una simple invitación a la nostalgia, aunque tampoco se puede decir que sea una oportunidad para reabrir desde la literatura ciertos debates políticos y torpedear algunos dogmas que llevan años haciendo aguas. Pero los escritores son individualistas casi por definición y se resisten –no sin razón- a todo proyecto igualitarista: las tendencias homogeneizadoras acaban castrando el espíritu creativo y son el perfecto caldo de cultivo para la mediocridad, tal y como vienen demostrando los regímenes totalitarios. Por eso en Barra siniestra Nabokov, desposeído y abocado al exilio por la revolución rusa, se burló del enemigo como sólo él sabia hacerlo. Décadas antes su compatriota Zamiatín había renegado en Nosotros de la fe bolchevique que él mismo había profesado en sus comienzos. Y sin recurrir a comparaciones tan explícitas Kafka dejó bien claro en El Castillo lo que los engranajes de la burocracia pueden hacer con toda pieza que no encaje en su debido sitio.

Literatura que va directa al hueso porque se ceba en el conflicto entre individuo y colectivo, profundizando en el viejo dilema igualdad contra libertad que acabaría provocando el eclipse de las luces y bañando en sangre la revolución francesa. Quizá la utopía tenga que seguir siendo eso, el lugar que no existe, pero que sirve como horizonte para el gran proyecto común que es la política con mayúsculas, un elemento esencial para la regeneración del imaginario social. Ya lo dijo Cioran en una frase hoy célebre de su libro Historia y Utopía (1960): “Sólo actuamos bajo la fascinación de lo imposible: esto significa que una sociedad incapaz de dar a luz una utopía y de abocarse a ella, está amenazada de esclerosis y de ruina".

Sergio Rodríguez Prieto, El secreto como último reducto, El País, 07/03/2012

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