David Hume: l´alegria del límit.


Hay quien dice que parecía, un poco, un batracio algo idiotizado hasta que empezaba a hablar; entonces te olvidabas de todo e ingresabas de su mano al Topus Uranus de las ideas sorprendentes. En efecto, su inteligencia era muy fina, rápida, de monstruosa sutileza y penetración. Y no era serio, doctoral, sino sonriente, sencillo, alegre y burlón. Nació en Edimburgo al inicio del gran siglo liberador, el de las Luces, y fue él mismo una de las cimas asombrosas de su época. En una curiosa oración fúnebre que se compuso a sí mismo se retrata así:

Era yo hombre de temperamento apacible, con dominio de mis nervios, de carácter abierto, sociable y alegre, capaz de afectos, mas poco capaz de enemistades, y de gran moderación en todas mis pasiones. Ni siquiera el amor a la gloria literaria, mi pasión dominante, agrió nunca mi humor, a pesar de mis frecuentes disgustos.

Fue gran prosista, son notables la claridad y precisión de sus numerosos escritos. Escribió de todo: ensayos sobre arte, religión, economía, política, redactó una historia de Gran Bretaña “como las brujas dicen sus plegarias, de adelante hacia atrás”. Cuando al final de su vida le solicitaron que terminara esta historia llevándola hasta el presente se negó alegando:

Debo declinar no solamente esta oferta, sino toda otra de naturaleza literaria, por cuatro razones: Porque soy demasiado viejo, demasiado gordo, demasiado perezoso y demasiado rico.

Pero, claro, fue antes que nada un filósofo. Autor de un solo cuerpo de doctrina, si bien la expuso varias veces a lo largo de su vida. La primera, más larga y mejor versión (en realidad, las otras son refundiciones o resúmenes) la escribió joven (tendría unos veintitrés años) en Francia y se llamó Tratado de la naturaleza humana, un intento por introducir el método experimental de razonamiento en los temas morales, según explica. No tuvo éxito de público ni de crítica. “Nunca empresa literaria fue más infortunada”, se queja en el Tratado. “Nació ya muerta al salir de las prensas, sin alcanzar siquiera la distinción de provocar un murmullo entre los fanáticos.” Aunque añade: “Pero como tengo un temperamento animoso y jovial, muy pronto me recuperé del golpe.” La posteridad ha puesto las cosas en su lugar. Bertrand Russell escribe:

David Hume es uno de los filósofos más grandes porque llevó a su conclusión lógica la filosófica empirista de Locke y Berkeley y porque al hacerla consecuente consigo misma, la hizo increíble.

Dice, en efecto, “increíble”. Voy a intentar explicar, de manera muy rudimentaria y sumaria, por qué Russell emplea este calificativo.

Hume, como el Buda, negó la realidad del yo. Busca dentro de ti, eso que lltamamos “yo”, ¿cómo aparece en el fluir de tu conciencia? Declara Hume:

Cuando entro más íntimamente en lo que llamo mi yo, me encuentro siempre con una u otra percepción particular, de calor o de frío, de luz o de sombra, de amor o de odio, de dolor o placer. Nunca puedo coger al yo sin una percepción y nunca puedo observar más que una percepción.

El yo, si es algo, debe ser simple y mantener identidad en los cambios, pero ese yo, simple e idéntico, que está dentro de mí, no puedo aislarlo ni percibirlo y, por tanto, no sé qué pueda ser, y bien puedo suponer que es nada, una ilusión. Ese yo no aparece por ningún lado, más que a algunos filósofos:

Quitando algunos metafísicos de esta clase [que creen en el yo], me atrevo a afirmar que el resto de la humanidad no son más que un manojo o colección de diferentes percepciones, que se suceden unas a otras con inconcebible rapidez y que están en perpetuo flujo o movimiento.

Pero, comenta Russell, tampoco podemos percibir el cerebro, y ahí está. Sí, pero la presencia del cerebro se infiere y es indispensable para dar razón de muchas cosas observables; en cambio, el yo no se infiere ni es, aparentemente, necesario para explicar nada. Aunque haya quien sostenga que sí es necesario con argumentos del orden de ¿cómo podría asegurar que una cierta percepción es “mía” sin atribuirla a un “yo”? Sería una situación como en la novela de Dickens, Tiempos difíciles, donde la señora Gradgrind, que, enferma en su lecho, responde a la pregunta de si tiene dolor: “Pienso que hay un dolor en alguna parte, en el cuarto, pero no podría afirmar positivamente que yo lo tengo.”

Ahora, este escepticismo con respecto al yo es nada en proporción a otros escepticismos. El escepticismo con respecto a la existencia del mundo, increíble en grado extremo se puede admitir, mas no creer, dice Borges, o el más célebre y magistral de todos, el que se refiere a las relaciones de causa y efecto, cuya necesidad, con audacia incomparable, negó valiéndose de su famoso ejemplo de las bolas de billar.

En suma, quizá ningún filósofo ha mostrado con tanta alegría, buenas maneras y transparente claridad los límites de la razón humana como él

Hugo Iriart. David Hume y Buda, Letras Libres, diciembre 2011

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