Desigualtat i incivisme.

Este verano ha sido pródigo en acontecimientos mediáticos cuyo denominador común fue la ocupación del espacio público. El menos interesante, por su previsible redundancia, fue el montaje por el catolicismo oficial de un incruento auto de fe (la JMJ), en el que una supuesta juventud global se congregó para manifestarse como fan enfervorizada de un increíble ídolo de masas cuyo nombre artístico es Benito 16. Como espectáculo de masas, aquello resultó de lo más anacrónico, pues por mucho que se vendiese como una efímera Disneylandia, no dejaba de recordar al género fosilizado de Lourdes o Fátima. Y mientras tanto, la caverna mediática cantaba las candorosas excelencias de esa inocente juventud, que en lugar de estar pervertida por el laicismo materialista se atrevía a hacer profesión de fe en el carisma del santo padre. Pero ¿qué clase de juventud es esa que se deja conducir como un gregario rebaño de mansos corderos que obedecen ciegamente a sus pastores jerárquicos? ¿Dónde estaba su espontaneidad, su capacidad de iniciativa, su espíritu emprendedor, su libertad de conciencia, su propia autonomía?

Frente a esa pretendida juventud modélica, teledirigida por el catolicismo eclesiástico, hubo otras ocupaciones juveniles del espacio público que, estas sí, resultaron mediáticamente sorprendentes tanto por su espontaneidad como por su imprevisibilidad. Aquí destacan el movimiento de los indignados en Israel (para proseguir la ocupación de las plazas públicas inventada por la primavera árabe, después replicada por el movimiento español del 15-M), y la insurrección de los barrios en el protestante Reino Unido, que derivó en incendios y saqueos generalizados de pequeños y medianos comercios. Y esta última ocupación del espacio público ofrece especial interés no solo en términos informativos, por cuanto fue noticia inesperada e imprevista, sino también en sentido sociológico, porque a diferencia de las demás manifestaciones juveniles que vengo comentando no resulta nada fácil de explicar. ¿Cómo se entiende que una protesta contra la violencia policial degenerase en una súbita epidemia de saqueos de tiendas en la que participaron jóvenes de todas las edades, culturas y clases sociales, y ello en el civilizado Reino Unido que inventó la democracia representativa?

Las explicaciones ofrecidas por las autoridades británicas, con el premier conservador Cameron en cabeza, no resultan convincentes, pues su única obsesión fue descartar como causa posible el efecto negativo de los salvajes ajustes presupuestarios. Y para camuflarlo culpó primero a las bandas de los barrios (teoría de la conjura o la conspiración), después al multiculturalismo (cuando no hubo esta vez conflictos étnicos, sino al revés, una sorprendente cooperación intercultural),más tarde a los padres (por falta de autoridad) o a las madres (especialmente a las solteras) y por último a la manoseada crisis de valores (coincidiendo en esto con el Papa católico que vino a Madrid a decir lo mismo). Pero todos esos factores se dan igual en Reino Unido que en los demás países europeos, donde los jóvenes no se dedican a saquear tiendas. ¿Cuál es la diferencia específica de Reino Unido que podría explicarlo? Enseguida aduciré una posible hipótesis al respecto.

Pero antes quiero comentar otra interpretación del creciente éxito que tienen estas ocupaciones gregarias del espacio público. Se recordará que a la primavera árabe se la llamó revolución Facebook, en la medida en que las manifestaciones eran convocadas desde los móviles a través de redes digitales. Es la versión política o activista de las llamadas flash mobs o smart mobs (Rheingold): movilizaciones instantáneas de multitudes convocadas por ordenador o teléfono (portátiles y móviles). Y de estas smart mobs hay versiones tanto profanas, convocadas por placer (según parece haber ocurrido con los saqueos de Reino Unido), como sagradas, convocadas por deber: ya sea este un deber religioso (la JMJ de Madrid) o un deber cívico (primavera árabe, 15-M, los indignados de Israel). Ahora bien, el común denominador de todas estas movilizaciones es la compulsiva propensión a documentarlas con testimonios gráficos: los manifestantes se dedican sobre todo a fotografiarse a sí mismos participando en la manifestación, para poder colgar en sus redes sociales las pruebas gráficas de que ellos formaban parte del happening. De este modo, la fotografía consigue hacer real lo que de otro modo parecería una participación imaginaria. Así se produce una performance: una ejecución escénica que al ocupar el espacio público logra convertir en reales a las redes virtuales. Es la forma de manifestación actual que adquiere la efervescencia colectiva de Dürkheim, a la que Jeffrey Alexander ha denominado giro performativo: la construcción de una nueva realidad social a partir de la catarsis creada por la ocupación escénica del espacio público. Lo cual exige despertar el interés unánime de los medios mediante la suspensión extraordinaria del orden cotidiano habitual, pues solo así se logra convertir en acontecimiento histórico lo que sin el refrendo mediático resultaría un acto privado y ficticio.

¿Y cuál es la diferencia específica del predatorio flash mob de Reino Unido? ¿Por qué se dedicaron los jóvenes británicos a saquear comercios, en lugar de congregarse para rezar, indignarse o reclamar democracia real? Mi hipótesis es que puede deberse a la naturaleza peculiar del liberalismo anglosajón, fundado como está en la cultura de la desigualdad que propende a promover este tipo de atentados gratuitos contra la propiedad ajena. Ya lo vimos con las secuelas del huracán Katrina, se sigue viendo de forma recurrente en los disturbios de los guetos afroamericanos y desde luego así se ha visto en los saqueos del verano británico. En cambio, compárese con la modélica reacción de la sociedad japonesa ante la catástrofe de Fukushima, donde no hubo el más mínimo conato de saqueo, cuando hubiera resultado algo perfectamente factible ante la falta de protección policial. Frente a ese civismo ejemplar, ya se puede imaginar qué hubiera ocurrido si el maremoto hubiera anegado las costas británicas o estadounidenses en ausencia de los bobbies o la guardia nacional. Y algo parecido al caso japonés puede decirse de la ejemplar reacción del pueblo noruego ante los asesinatos masivos de un cristiano ultraderechista: ni el más mínimo disturbio incivil, al revés, una serena ocupación del espacio público para demandar concordia y reconciliación. ¿Por qué se comportan de forma tan opuesta los anglosajones frente a nórdicos o nipones? ¿Por su religión?

No, la clave explicativa reside en la desigualdad social. Y para verlo recomiendo de nuevo aquí el libro Desigualdad, de Wilkinson y Pickett, que correlaciona la magnitud de los problemas sociales con el índice de desigualdad social. Sencillamente, la nórdica y la japonesa son las sociedades más igualitarias del mundo desarrollado, y por eso allí apenas hay espacio público para la frustración y la agresividad. En cambio, los países anglosajones son las sociedades más desiguales del capitalismo occidental, y por eso en su espacio público se manifiesta ante todo la envidia, la rapacidad, el resentimiento y la ansiedad por el estatus. Son sociedades presididas por la especulación institucionalizada en sus economías financieras que hacen de la codicia posesiva su primer imperativo categórico. Si los banqueros anglosajones carecen de escrúpulos para lucrarse con la ruina ajena, y esa clase de rapacidad depredadora se pone como ejemplo de éxito social, ¿cómo sorprenderse de que los jóvenes anglosajones también se crean con derecho a disponer sin freno de los bienes ajenos, ocupando el espacio público para saquearlo a placer haciendo impune ostentación de su rapaz avidez?

Enrique Gil Calvo, La ocupación del espacio público, El País, 21/09/2011

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