Una vida sense sal.

Eric Clapton
Hoy Hemingway no sería un enorme escritor, sino un borracho, y Eric Clapton un drogadicto; la incorrección de su vida privada terminaría minando, a los ojos de su público macrobiótico, su talento artístico.

El orden ha sido subvertido: hace muy pocos años se quería la salud para vivir la vida, y hoy, en la era del té, la vida se vive en función de la salud. Comienza a gestarse una suerte de psicosis: el buen ciudadano no bebe alcohol ni fuma, hace ejercicio, come frutas y verduras, no excede los 110 kilómetros por hora cuando conduce su automóvil, es decir, obedece las reglas, sigue al dedillo lo que le han dicho que debe hacer con la ilusión de que, si cumple, no puede pasarle nada malo, y si no, va irremediablemente a condenarse. Esto puede ser cierto o no, porque la vida es un torrente incontrolable, es fundamentalmente azar y caos y no puede proyectarse con semejante simpleza. Hay sobre todo alrededor de la vida saludable, y de la corrección política en general, una especie de sentimiento religioso, la idea de que se salva quien obedece y cumple con los mandamientos. Y aquí ya se percibe un tufillo a san Mateo, por aquella imagen idílica que proponía del paraíso, ese lugar donde "no habrá ya ni enfermedades, ni vejez, ni muerte".

Lo grave de la era del té es que en sus aguas tibias ha empezado a disolverse el espíritu que distinguía a Europa. El margen de libertad en que se mueve un ciudadano europeo es cada vez más estrecho; en aras del bienestar y la salud pública, se le ha quitado la oportunidad de demostrar que es un hombre respetuoso y civilizado; la policía lo vigila las 24 horas del día, hay cámaras de vídeo en todas las avenidas, va dejando constancia de sus actos y de sus movimientos con su teléfono y sus tarjetas de crédito y, cuando conduce, hay radares que controlan la velocidad de su coche y, cada vez con más asiduidad, se enfrenta con un retén policiaco que lo obliga a soplar en un aparato para comprobar que no ha bebido más alcohol del que está permitido beber. En lugar de concienciar a la gente, en Europa se ha optado por decirle lo que ha de hacer y por reprimirla si no lo hace; se ha empezado a tratar a las personas como si no fueran dignas de confianza, como si no supieran comportarse; se ha aplicado a la población una serie de medidas importadas de otros países que, antes de la era del té, nos parecían Estados policiales. ¿Qué mérito tiene ser un continente civilizado a este precio?

Imaginemos una sociedad donde finalmente ha triunfado, de manera hermética, la corrección, donde todas las personas hacen footing o van al gimnasio para procurarse un buen cuerpo y una excelente condición física, donde todos se alimentan de verduras, cereales, zumos, y manjares bioecológicos. Una sociedad en la que nadie bebe alcohol ni fuma tabaco (esto ya casi se consigue) u otras drogas. Un paraíso terrenal donde los radares de la autopista quedarían sin efecto porque nadie excede el límite de velocidad permitido, y, puesto que nadie bebe, también sobrarían los controles de alcoholemia. Un Shangri-La donde todos cada seis meses se practiquen los mismos exámenes médicos y eduquen a sus hijos de la misma forma, siguiendo las estadísticas que dicen que el niño no debe estar más de tantos minutos al día frente a una pantalla y que en su tiempo libre debe hacer tenis, o piano o karate o aprender inglés o chino, porque no hay peor incorrección que un niño holgando en casa, que un mocoso que no le saca réditos a su infancia por estar entregado a esa ociosidad de la que, antes de la era del té, salían los artistas y los filósofos.

A esta sociedad de impecable corrección, le faltarían contrapesos: la gente que disiente, la que reflexiona por sí misma, la que cuestiona lo que dice la mayoría y duda del pensamiento único, la gente que se brinca las normas porque, sin ese contrapeso, la vida pierde la tensión, se hace blanda, sosa, flácida; porque la cosa no es tan simple como obedecer y portarse bien, o hacer exclusivamente lo que nos dice la autoridad o nos dicta la corrección política; la civilización no está ahí, está en la tensión entre lo prohibido y lo permitido, entre lo correcto y lo incorrecto, en esa batalla que al final, en los países civilizados, se decanta a favor del bien común.

La ola de protestas que se ha ido levantando en las plazas públicas de las ciudades españolas, es una de las consecuencias positivas de esta crisis económica que no termina; los indignados han sacudido de arriba abajo el establishment, han puesto en entredicho a la clase política que, apoyada en la abulia general que alimentaron estos años de pujanza y bienestar, ha actuado a sus anchas, sin contrapesos y con una irresponsabilidad que hoy los tiene al borde del descrédito. La protesta pacífica de los indignados, es una invitación a reflexionar, a cuestionar, a disentir, a escapar del pensamiento único, a dudar de todo aquello que se nos da ya pensado y quizá, con un poco de suerte, estemos asistiendo a los últimos coletazos de esta cansina era del té, al tumultuoso parto de una nueva época, y a los primeros destellos del porvenir.

Jordi Soler, La era del té, El País, 29/05/2011
http://www.elpais.com/articulo/opinion/era/elpepiopi/20110529elpepiopi_10/Tes?print=1

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