"Fukushima" com a metàfora.

Con sus revoluciones científicas, tecnológicas, políticas, económicas y sociales, la historia de la emancipación humana sigue, a largo plazo, una línea ascendente, pero está repleta de claroscuros incluso en sus momentos más decisivos. Es como si cada paso en el “progreso” humano arrastrara su propia sombra. La marea negra vale como metáfora. Sus rasgos fundamentales son cuatro: no es una catástrofe natural, tiene por base el progreso tecnológico, procede de la codicia económica y muestra la impotencia de la política a la vez que delata la ausencia de la ética. No es poco. 

1) No es una catástrofe natural, desde luego, pero a ratos lo parece. Cae bruscamente sobre sus víctimas y, aunque la hayan provocado seres humanos, no tiene rostro. Los responsables parecen tan inexistentes a efectos prácticos como los dioses subterráneos que desatan la furia del volcán. Para el pescador gallego la marea infernal invade su vida como una fatalidad. Y para el político desorientado se presenta igualmente como un destino ciego procedente de mundos que están fuera de su poder. En una palabra, el carácter casi natural de la catástrofe llama a los pescadores a la resignación y diluye la responsabilidad de los políticos. 

2) El progreso tecnológico ha contribuido como pocos al bienestar de buena parte de la humanidad. Pero, a la vez, hace posible la catástrofe, aunque no la cause. Es su lado oscuro. Podemos seguramente minimizar los males pero, cuando lo hacemos, otros males se nos vienen encima. No hay bien que por mal no venga, podríamos decir. Se trata de algo asociado a todas las grandes revoluciones. La mayor de todas, la del neolítico, trajo evidentes ventajas. La domesticación de plantas y de animales, hace entre 5.000 y 10.000 años, permitió un exceden-te de alimentos que podía almacenarse. Ello se produjo en varias zonas del planeta (Oriente Medio, norte de China, África subsahariana, Sudeste Asiático, América Central y del Sur). Con la agricultura y la ganadería ya no era preciso ir a cazar para alimentarse. Se crearon grupos humanos mucho más numerosos, aparecieron los primeros núcleos urbanos y el sedentarismo. En términos relativos, fue con el neolítico cuando se produjo la mayor explosión demográfica de la humanidad. La población se multiplicó por diez. Las técnicas se hicieron más eficientes. Pero, al mismo tiempo, la mayor complejidad social conllevó una estructuración del trabajo, una estratificación social y jerarquización mucho más rígidas. Aumentaron las diferencias económicas y de poder, que se convirtieron en hereditarias. El bienestar lo fue sobre todo para las clases dirigentes. Algunas de ellas pasarían a ser esas clases ociosas sin las cuales, al decir de Bertrand Russell, la humanidad nunca hubiera salido de la barbarie. Pero también es cierto que se crearon excedentes y riquezas que acumulaban sólo unos pocos, a la vez que la sociedad se volvía más piramidal y coercitiva. La mayoría debió dedicar más horas del día a procurarse el alimento que las que se dedicaban en las sociedades cazadoras recolectoras. Detrás del progreso técnico aparecieron elites dominantes, ejércitos organizados, religiones rígidas. Los excedentes de población trajeron movimientos migratorios de expansión y conquistas de territorios habitados, cuya historia podemos seguir hoy a través de la genética de poblaciones. Los genes se difundieron con las nuevas técnicas productivas y con las lenguas de los que se expandían. Las migraciones trajeron nuevas técnicas y también nuevas jerarquías. 

Siglos más tarde llegó la revolución tecnológica del capitalismo industrial. De nuevo, las técnicas productivas son más eficientes, a la vez que se introducen nuevas ideas, instituciones y se producen más migraciones. El mayor bienestar de una minoría contrasta con el empeoramiento de las condiciones de trabajo y salud de buena parte de la población de los países que se industrializan. Las desigualdades vuelven a crecer. Las ciudades aumentan sus índices de insalubridad. En el ámbito político, las cosas se complican a la larga para bien. Las revoluciones liberales han sido las más emancipativas de la modernidad. Sin embargo, la interpretación dada a sus ideas “éticas” posee también la sombra de males no previstos, como el incremento de las desigualdades o de la pobreza, sobre todo a escala internacional, o la uniformización de las diferencias lingüísticas y culturales en nombre de la “igualdad de ciudadanía” o de la “soberanía popular”. “Hidden in the light of thought” (oculto en la luz del pensamiento), decía Shelley

Asistimos a una tercera gran revolución, la de las tecnologías de la información y de la comunicación. Al igual que ocurrió con la neolítica y con la del capitalismo industrial, a corto plazo es previsible que aumenten las ventajas de los mejor situados a la vez que se ensanchen las desigualdades a escala planetaria. 

3) Con el aumento de la complejidad buena parte de los agentes económicos del mundo contemporáneo se han vuelto invisibles. En su vida privada suponemos que tienen rostro, pero en su actividad económica son anónimos. Casi todo nuestro sistema económico lo es. Es como una gran sociedad anónima mundial que da cobijo a innumerables sociedades anónimas que buscan sin parar el máximo beneficio. Es la sociedad incivil que recubre buena parte del planeta y se superpone a un conjunto de sociedades más pequeñas, políticamente organizadas en sí mismas, los estados, pero aún desagregadas entre sí. Hegel decía que en la sociedad civil nacional “cada uno es fin para sí y todos los demás son nada para él”. Ahora, este reino de los intereses particulares se ha elevado a internacional, y en el gran espacio intercomunicado no hay política que lo discipline. Abandonado a su propia lógica azarosa e “infinitamente excitado”, cobra el aspecto de fuerza de la naturaleza. De donde resulta ese “espectáculo de libertinaje y miseria con la corrupción física y ética que les es común” (“Filosofía del derecho”, párrafos 182 y 185). 

4) Frente a todo ello, la impotencia de la política es muchas veces más que evidente. Falta una democracia internacional. Perdida en la telaraña tejida por ella misma, muchas veces la política discute minucias y rencillas de gremio. Literalmente dice Hegel en el pasaje citado que en la sociedad (in)civil “lo ético está perdido” (párrafo 184). 

Lo ético, sin embargo, existe. Es esa instancia que no podemos eliminar de nuestro lenguaje y que cada día dice u oye que “no hay derecho”. La ética sirve, en primer lugar, para protestar. Se alza como voz airada para gritar que no, que eso es una vergüenza, que el “progreso” no tiene por qué ser así; que “otros mundos son posibles”. Sola, sin embargo, la ética se disipa en la ineficacia de lo negativo. Puede paliar alguna miseria o injusticia de calibre pequeño poniendo, por ejemplo, medios emocionantes pero a menudo inadecuados a la desgracia, como los voluntarios que limpian las playas gallegas. Sin embargo, frente a una hambruna en Etiopía o frente a las causas verdaderas de la marea negra, la ética no puede atajarlas en solitario. Necesita de la política, con sus luces y sus sombras. Hablando de casos de calibre grande y mediano, la ética sin política es música celestial. 

A la política le toca “realizar el bien en este mundo”, decía Kant, pero, como vio Maquiavelo, sólo puede llevar a cabo esta tarea con “buenas armas y buenas leyes”. Buenas leyes que sólo serán buenas si pueden imponerse aunque sea por la fuerza. Y donde dice “armas” no pensemos solamente en ejércitos. Pensemos en todos los instrumentos persuasivos y disuasivos de los que dispone la política para imponerse sobre la lucha anónima, a veces cruel, de los intereses particulares. Unos instrumentos que debieran moverse también por “luces” aún hoy demasiado tenues a escala global: la protección y garantía de los derechos humanos, la ayuda al desarrollo y la lucha contra la pobreza endémica, el respeto a todas las lenguas y culturas, la protección del medio ambiente, la potenciación de organismos internacionales, como la ONU o el Tribunal Penal Internacional, o la construcción de entidades “regionales”, como la Unión Europea (...). Armas y leyes, en fin, que conviertan el derecho internacional en verdadero derecho aún a riesgo de crear sus propias sombras. La ética sin política es agua de rosas; la política sin economía es impotente. Y nuestro sistema económico, en fin, sin la estimulación continua de las nuevas tecnologías, se estanca y asfixia. Pero es ahí donde la sabiduría política tiene su lugar: en la estimulación de aquellos intereses particulares que en un momento dado más y mejor puedan contribuir a un bien más general. Con la flexibilidad necesaria, por supuesto, para no enfeudarse a esos intereses con algún género de clientelismo.

Ferran Requejo y Ramón Valls, El "Prestige" como metáfora del "progreso", La Vanguardia, 16/02/2003

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