"Dejar que los niños se acerquen a mi".

Cuando Mariano Rajoy utilizó su célebre niña para justificar su proyecto electoral en las últimas elecciones todo el mundo se lo tomó a guasa, sobre todo porque de nada le sirvió para ganarlas. Este mismo recurso no hace mucho lo utilizó su compañero de partido Arenas con su conocido niño andaluz para agitar las aguas ya de por sí revueltas de las pasiones nacionales.

Una vuelta de tuerca más en el uso político de la infancia ha sido la publicación en la sección de Cartas al Director de La Vanguardia de una carta (¿Ordenadores o libros?) en la que una supuesta alumna de 2n de ESO reclamaba el fin de la digitalización de las aulas. Ya no se trataba de ponerse en la piel de la niña, si no que era la niña que en primera persona hablaba de sus vivencias y sus dificultades con los miniordenadores y se atrevía a dar consejos a los mayores. Lo que dijo la presunta niña en esta carta es lo mismo que muchos profesionales ya han repetido anteriormente, lo que demuestra el escaso valor que se le otorga en nuestro país a las opiniones más rigurosas. Será por casualidad, a lo mejor me equivoco, que dos días después, la señora Irene Rigau, consellera d´Ensenyament de la Generalitat de Catalunya, decretase el freno a la la implantación de portátiles en las aulas de las escuelas catalanas.

Hagamos pues caso a los niños. A punto de convertirse en emblema de nuestros tiempos, ciegamente tendemos a confiar en ellos a la hora de tomar decisiones transcendentales. Ante la mirada incontaminada de los niños, poco puede hacer la resabiada mirada adulta. La literatura supo explotar con sabiduría este recurso, recordemos El Lazarillo de Tormes o El tambor de hojalata, pero su objetivo era diferente al de la política: revelarnos la verdad no enmascararla o hacerla pasar por verdad objetiva. Aquí se manifiesta la imagen que tiene la clase política de la ciudadanía: los políticos buscan acercarse a ellos porque para el político el pueblo parece necesitado de niños, de su aparente inocencia, de su punto de vista privilegiado. El niño, la niña, por otro lado, han dejado de pertenecer al mundo de lo frágil y lo insignificante. Ahora se identifican con la fuerza y la arbitrariedad de fenómenos climatológicos cuyos efectos acostumbran a ser debastadores. Es conveniente por tanto mimarlos, no contradecirlos demasiado no se vayan a molestar. Una vez que a la ciudadanía se le ha despojado de criterios para orientarse, de les seguridades básiques, cómo desconfiar de las palabras de los niños cuando de lo que se trata es de sobrevivir en un mundo cada vez más imprevisible.
 
Manel Villar

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