L´Estat paternal, una modalitat de totalitarisme.

El aparente paternalismo que cuida de nosotros como menores de edad es en realidad una modalidad de totalitarismo.

Conducimos nuestro coche y vemos a cierta distancia, en una curva, a una pareja de policías en actitud vigilante. Con una maniobra arriesgada, nos apresuramos a abrocharnos el cinturón de seguridad. En España, la ley impone multas a quien circula en un coche sin el cinturón abrochado. Yo creo que esta sanción constituye un uso totalitario de la ley y, como excusa para meditar sobre la esencia del derecho, en este artículo me propongo explicar por qué.

El derecho regula las relaciones interpersonales. Y no todas. Hay algunas demasiado importantes para confiarlas a la ley, como el amor o la amistad. Así, el amor es una realidad extra legem incluso en caso de matrimonio, el cual se perfecciona válidamente sin él; y, por otro lado, ningún Parlamento se atrevería a aprobar un "estatuto del amigo" con una lista de derechos y deberes amicales bien definidos. En un Estado de derecho, la ley tiene competencia para regular un número tasado de interacciones humanas, sólo aquellas que por su naturaleza son exigibles coactivamente activando la máquina represora del Estado, y el amor o la amistad ciertamente no son de esa clase.

Pues bien, si ya sería una extralimitación que la ley regulase relaciones sociales de ámbito personal, la obligatoriedad del cinturón de seguridad va aún más lejos porque la norma que lo impone busca protegerme a mí... contra mí mismo. En el Antiguo Régimen, durante el absolutismo monárquico, si en la propia casa, guardado bajo llave en una arqueta, el alguacil real sorprendía un manuscrito íntimo donde su autor, por ejemplo, hacía profesión de ateísmo, el desgraciado podía ser torturado y llevado al patíbulo. No sólo lo que uno escribía sino lo que pensaba constituía delito: la red jurídica se introducía en el fuero interno de las personas y las sometía a servidumbre amenazando con castigos al mero flujo interior de la conciencia. Era aquélla una época en la que los príncipes ponían la felicidad de sus amados súbditos entre sus deberes de gobierno. Las democracias liberales, por el contrario, reconocen a cada ciudadano, cuando alcanza su mayoría de edad, autonomía moral y competencia cognitiva suficiente para buscar la felicidad a su manera sin obligación de aceptar tutela alguna, pública o privada, sobre las decisiones relevantes atinentes a su estilo de vida.

¿Qué bien social está reglamentando la norma que declara ilícito el incumplimiento del deber de abrocharse el cinturón de seguridad? Ninguna: está velando exclusivamente por mí y no pretende proteger interés general alguno, pues no hay aquí atisbo de mundo interpersonal. Otras normas viales -como las señales de tráfico- se enderezan a facilitar una conducción segura; pero el cinturón no previene de accidentes con terceros sino, una vez producidos éstos, sólo de lesiones propias. Si únicamente mi vida corre peligro, ¿por qué me multan? El consumo de droga no es infracción y el intento frustrado de suicidio tampoco, pero circular desabrochado sí. Las leyes sanitarias que hoy restringen severamente el consumo de tabaco se fundan en la protección de la salud de terceros. ¿Qué perjuicio de terceros trata de evitarse con la obligatoriedad del cinturón?

Se me dirá, con el cervantino maese Pedro: "Muchacho: sigue tu canto llano y no te metas en contrapuntos, que se suelen quebrar de sutiles". Es decir: puede que tengas razón en un plano teórico, pero el cinturón positivamente salva vidas, ahí están las estadísticas. Lo cual es sin duda cierto, como también lo es que el descenso del número de víctimas sería aún mayor si la ley nos prohibiera conducir, o por qué no, fumar, beber, subir en ascensor o amar desesperadamente, todo lo cual ha sido fuente de innumerables muertes. Este aparente paternalismo, que cuida de nosotros como menores de edad incapaces de elegir lo que nos conviene y nos lleva de la mano al recto comportamiento, es en realidad una modalidad de esos totalitarismos cuyo lema se resume en el protervo dictum de Goethe: "Prefiero el orden a la libertad". El utilitarismo de los números no debería nunca prevalecer sobre la alta dignidad de ser libres. Si nos obligan a ser felices malgré nous, podría sucedernos lo que dice Juvenal en su verso: que "por amor a la vida perdamos lo que la hace digna de ser vivida".

Se me dirá también: no es cierto que el cinturón sólo proteja bienes privados porque el herido en accidente de tráfico genera gastos al sistema público de salud. ¡La órdiga! -replico yo-, si el título habilitante del Estado para interferir en mi esfera privada es la hipótesis de un gasto público evitable, entonces no sólo el uso del cinturón sino la vida en su totalidad debería sujetarse a la ley, porque la ausencia de hábitos saludables -echarse la siesta, ir al gimnasio, beber con moderación- aumenta el riesgo de contraer enfermedades que requieren tratamiento médico soportado por la Seguridad Social; y cultivar sentimientos y pensamientos insanos también podría redundar en perturbaciones mentales causantes de bajas laborales con cargo a los presupuestos públicos: en el actual Estado de bienestar, todo tiene repercusión potencial en el gasto público y, si aceptamos el principio, aun las relaciones sexuales abiertas a la procreación deberían estar minuciosamente reglamentadas, como en China, porque quizá produzca yo con un cómplice un pequeño acreedor de prestaciones públicas futuras. Imagino el día en que, tras cortarme un dedo en la cocina y acudir a un centro de salud, el facultativo dé parte a la policía de mi comportamiento bajo la sospecha de un uso negligente de los caudales públicos. No: si mi libertad genera perjuicios, incurriré en la responsabilidad que proceda, pero cuando no hay daño de terceros, el Estado no está autorizado a evitar el daño propio convirtiendo una conducta privada en ilícita y punible.

Y ahora, un consejo: abróchate el cinturón, no por temor a la multa, sino por la douceur de vivre.

Javier Gomá Lanzón, Abrochados a la dulzura de vivir, Babelia. El País, 06/11/2010

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