Adelard de Bath i la contribució del saber àrab a la construcció de la filosofia europea moderna.

Averroes

(Antioquía, any1114) La ciudad que aguardaba a Adelardo estaba situada, como él mismo, en la intersección entre Oriente y Occidente. Durante mucho tiempo había sido una escala importante en la lucrativa ruta de las caravanas procedentes de Mesopotamia, un comercio de gran tradición que ignoraba escrupulosamente las inoportunas guerras de religión de las Cruzadas y se mantenía prácticamente intacto. La mayor parte de los habitantes de la ciudad eran cristianos: ortodoxos del este, jacobitas, nestorianos y armenios. La lengua predominante era el armenio, pero las afinidades religiosas y culturales daban cabida también al latín y al griego, creando una suerte de piedra Rosetta viviente que favorecía el libre intercambio de ideas y libros por encima de las diferencias sectarias, culturales y étnicas. Ahora, el principado se había convertido en un vínculo vital entre mundos opuestos, unidos por la lucha religiosa y política para controlar la Ciudad Santa de Jerusalén, a casi quinientos kilómetros al sur. Unos pocos años antes de la llegada de Adelardo, fuerzas conjuntas de normandos y genoveses habían arrebatado la ciudad vecina de Trípoli al príncipe musulmán Banu Amar. La Crónica damascena de las Cruzadas,un relato árabe de la época, narraba que entre el botín que los cristianos victoriosos se llevaron de Trípoli estaban “los libros de su escuela y las bibliotecas de coleccionistas privados”. Miles de estos volúmenes terminaron en manos de mercaderes antioqueños y, por lo tanto, estaban al alcance del estudioso de Bath.

Sin embargo, Adelardo no estaba preparado para lo que se encontró en su obstinada búsqueda de lo que él llamaba studia arabum, el saber de los árabes. Aquí estaban por fin los secretos de la antigüedad, enterrados durante seis siglos bajo el caos de la cristiandad. Este inglés peripatético comprendió enseguida el poder de la cultura árabe para reinventar el mundo tal como él lo conocía. Cuando Adelardo abandonó su Inglaterra natal, era un joven estudioso con un ansia de sabiduría que solo los árabes podían aplacar. Regresó como el primer científico occidental y ayudó a cambiar su mundo para siempre.


Adelard de Bath

Si, tal y como Adelardo había aprendido de sus maestros árabes, los cielos se movían con ritmos regulares e inmutables, entonces ¿cuál era la función de Dios todopoderoso? ¿Acaso podía controlar estas leyes de la naturaleza? ¿Tenía el universo un principio y un fin, tal y como afirmaban la Biblia y el Corán? ¿O, por el contrario, era eterno, atemporal e inmutable, tal y como defendían los filósofos árabes? Si esta “nueva lógica” era correcta, entonces ¿cuál era el significado de las enseñanzas sagradas de la Creación? Para Adelardo, el mundo se convirtió súbitamente en un lugar nuevo y desconocido. Estas grandes cuestiones habían intrigado durante siglos a los pensadores árabes, que luchaban por compaginar su fe monoteísta con un conocimiento cada vez mayor del universo que los rodeaba. Y esta gran pugna entre razón y fe estaba a punto de invadir Europa por sorpresa.

La llegada de la ciencia y la filosofía árabes, el legado del pionero Adelardo y de quienes se apresuraron a seguir su ejemplo, convirtió el retrógrado Occidente en una superpotencia científica y tecnológica. La ciencia árabe transformó por completo el mundo cristiano medieval, como el esquivo “elixir” –el al iksir del alquimista– capaz de trasmutar los metales en oro. Por primera vez en siglos, Europa abrió los ojos al mundo. Este encuentro con el pensamiento árabe supuso incluso la recuperación de la antigua forma de contar el tiempo, que se había perdido a principios de la Edad Media. Sin un control preciso del reloj y el calendario, la organización racional de la sociedad era algo impensable. Y lo mismo ocurría con el desarrollo de la ciencia, la tecnología y la industria, o con la liberación del hombre de la esclavitud de la naturaleza. La ciencia y la filosofía árabes ayudaron a rescatar al mundo cristiano de la ignorancia e hicieron posible el concepto mismo de Occidente.

Sin embargo, hoy día muy pocos reconocemos nuestra enorme deuda con los árabes, y menos aún pensamos saldarla. ¿Cuántos valoramos su legado en nuestro léxico tecnológico moderno, desde “acimut” a “cenit”, desde “álgebra” a “cero”? ¿Y qué hay de la influencia de lo árabe en nuestra vida cotidiana, desde los alimentos que comemos –albaricoques, naranjas y alcachofas, por nombrar algunos– hasta términos náuticos de uso común como “almirante”, “dársena” o “monzón”? Los nombres de Al Corasmi, Avicena, Al Idrisi y Averroes –gigantes del pensamiento árabe y figuras preminentes de la Europa medieval– no le dicen gran cosa al lector medio y laico de Occidente, especialmente en el mundo anglosajón, y estos son solo algunos de los protagonistas de una tradición científica y filosófica que yace enterrada bajo siglos de ignorancia occidental y prejuicios claramente antimusulmanes. (…)

Nuestro mundo no sería el que es sin el álgebra de Al Corasmi, las enseñanzas médicas y la filosofía de Avicena, la geografía y la cartografía de Al Idrisi o el rigor racionalista de Averroes. Más importante aún que cualquier empresa individual fue el descubrimiento de que la ciencia permite al hombre gobernar la naturaleza, una contribución de la cultura árabe que está en el corazón del Occidente contemporáneo.

De la mano de Adelardo de Bath, el poder de la cultura árabe reconfiguró el paisaje intelectual europeo. Su alcance perduró hasta más allá del siglo XVI, e hizo posibles las teorías revolucionarias de Copérnico y Galileo. Estas teorías confrontaron a la Europa cristiana con el hecho de que el Sol –y no la Tierra, hogar del hombre, criatura de Dios– está en el centro del universo. Averroes, el filósofo-juez de la España musulmana, transmitió la filosofía clásica a Occidente e introdujo el pensamiento racionalista. El Canon de medicina de Avicena fue el texto de referencia en Europa hasta el siglo XVII. Los libros árabes sobre óptica, química y geografía conservaron también su vigencia durante largo tiempo. (…)

Deseosos de declararse herederos directos de Aristóteles, Pitágoras o Arquímedes, los pensadores occidentales menospreciaron deliberadamente la importancia del pensamiento árabe. “Nada puede persuadirme de que algo bueno puede proceder de Arabia”, escribió Petrarca, el primer gran humanista, en el siglo XIV. En Occidente, los historiadores de la ciencia apenas se han movido un ápice de esta tendencia; muchos consideran a los árabes meros custodios de la sabiduría griega, que hicieron poco o nada por desarrollar la obra de los maestros clásicos. Este tipo de ideas se basa en la persistente noción de la “recuperación” del saber clásico en Occidente. De alguna manera, se transmite que estos conocimientos eran una suerte de propiedad consustancial de la Europa cristiana que, simplemente, se “perdió” durante la Edad Media. También forma parte del consenso occidental –a menudo invocado para explicar la situación actual del mundo musulmán– la opinión de que la hostilidad a cualquier innovación es inherente al Islam, y que esta actitud comenzó a gestarse a principios del siglo XII.

Jonathan Lyons, La casa de la sabiduría. Cuando la Ilustración llegaba de Oriente, Editorial Turner, Mardid 2010

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